Estaba yo empezando a aburrirme seriamente de la vida, cuando apareció ella. Sin embargo, como mi divisa era la de que un escritor nunca debe decir la verdad, fui ajeno totalmente a cualquier tipo de declaración o proclama amorosa. Sin embargo, también, como un semi genio, como yo, tiene que tener mujer, me fue muy difícil sustraerme al embrujo de aquella señorita. Y no tuve más remedio que traicionar mi máxima por Máxima- que así se llamaba.
Cuando descubrió que era un literato de los- que uno llamaba- de "culo pelado", se mostró remisa en grado sumo y me negó sus favores. Ahí introduje todo tipo de argucias e incluso verdades manifiestas pero todo fue en vano. No logré convencerla de que la marginalidad no es una cosa fea, sino, más bien, el efecto de una sociedad que no integra a todo el mundo. Máxima, no obstante sus gracias, era una mujer bastante convencional y no veía ningún halo providencial ni místico en la pobreza, sino que, también al contrario, huía de ésta como de una peste.
Quiso, sin embargo, la vida- yo lo atribuyo, según mi filosofía, a la casualidad- que se revirtiera mi situación, alcanzando cierta notoriedad- no demasiada, es verdad.
A la salida de una presentación, en el teatro Lara de nuestra capital, me dispuse, como es corriente, a firmar ejemplares. Labor que emprendí rutinariamente y sin poner demasiada atención en la dedicatoria, cuando apareció una señora rutilante de unos cincuenta años pero en plena sazón, que me dio al dictado lo que le tenía que escribir a pie de página con mi firma:
"Para Máxima, por si desea una segunda oportunidad".
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