La morena aquella, mujer simple pero pretenciosa, no luce garbo ni se viste con elegancia. Sólo tiene a su favor un cuerpo que sin amoldarse a los cánones clásicos de belleza, a la vista desprejuiciada de cualquier varón, sería definida como bastante deseable.
El hombre, de edad indefinible, se cruza con ella desviando su mirada hacia las oquedades del pavimento. Es posible que su personalidad timorata posea un avanzado sistema de alarmas que tienen el poder de petrificarlo, prefiriendo acaso la invisibilidad, que en este caso sería de lo más propiciatoria.
La muchacha gira sus ojos almendrados y enarca sus cejas en señal de disgusto. Se ha topado otra vez con el tipo y no sabría definir si lo que siente por él es una vaga repulsión que transita sin motivo hacia senderos más difusos. Y ese algo lo detecta el hombre y se acojina aún más, lo que se manifiesta en sus pasos, que inician un traqueteo errático que sólo recuperarán su normalidad varias cuadras después.
Muchas personas se han topado con otras que a primera vista no les han impresionado bajo ninguna premisa. Sólo son transeúntes, aves de paso, seres destinados a sumergirse en ese tráfago interminable del día a día. Diríase que la magia no está disponible en ciertas ocasiones, pero podrá ocurrir un hecho fortuito, el despliegue de una sonrisa, una mueca deliciosa, tal vez los sones melodiosos de una voz, un simple hola que se quedó resonando en los oídos y que de allí al pase mágico sólo basta con coincidir las miradas para buscarse el uno mismo en el otro. Quizás no sea otra cosa, a veces sólo la pretensión de escuchar los acordes que rimarán con los latidos de su corazón. Después, a todo ese despliegue de naderías, susurros y suspiros, le bautizarán con un nombre ampuloso y más tarde se ceñirán a dicha definición para que todos sepan que están enamorados.
Ninguno de nuestros personajes ha experimentado ni la sombra de ese tirón electromagnético que pudiera enfrentarlos. Ella intuye que el tipo no tiene gracia, no mereciendo de su parte una segunda mirada. Él, a su vez, imagina que ella es una casquivana que tiene puntos de mira más elevados. No es experto en féminas, de todos modos y sus prejuicios podrían compararse con esas plantas que parecieran errar sobre aguas quietas. Ni siquiera ha dibujado en su mente la fantasía de ser considerado por esa mujer, descartándose él mismo como protagonista de cualquier affaire.
Pero se ha producido un accidente en el curso de esta historia y una noche cualquiera, el tipo se encuentra encamado con la muchacha aquella. ¿Cómo llegó allí? No lo sabe, pero se considera un tipo respetuoso que a falta de antecedentes que expliquen esta situación, prefiere aferrarse a esas sábanas, volteada su espalda a la mujer y oscureciendo su mente para evitar que el deseo haga estragos y lo malogre todo, aunque esto fuese un sueño. Más difuso es traducir esto: al otro lado de la muchacha en esa cama de plaza y media, ronca un joven quinceañero, su hermano. Vale más dejarse llevar por un sueño que debiera ser reparador, aunque los cuestionamientos pongan múltiples trabas a tal empeño.
Al otro día, el muchacho aparece con el cadáver de una gallina. No es un ave desprovista de sus plumas y trozada para ser cazuela. Con pericia, va retirando el plumaje de esta ave castellana y robusta que promete un caldo sustancioso. El hombre no ofrece ayuda; recuerda a su madre, que sí era experta en dislocarles el cogote a esas avecillas y luego desplumarlas con paciencia digna de mejor causa. Pero él no. No es que sobrevuele en su mente alguna idea animalista. No es así. Sólo siente un extraño sentimiento de confusión que se mezcla con algo de repulsión y una curiosidad en ciernes. ¿Se quedará allí hasta que vuelva la chica? El muchacho lanza extraños silbidos mientras realiza su faena y sin que pronuncie palabra alguna, el hombre sabe que tendrá un puesto en esa mesa.
Esa noche, una vez más experimentará calcada la misma situación. La muchacha durmiendo con placidez en el medio de esa estrecha cama, el joven roncando a su derecha y él sumido en confusas ideas que se desgranan en preguntas que no reciben respuestas.
Al día siguiente, acudirá a la casa de su madre y le pedirá que le entregue su cama, ese lecho suyo durante tantos años y que ahora está arrumbado en el cuarto del fondo. Le teme a esa mujer que lo parió porque es deslenguada, intuye que se negará a entregársela arguyendo una multitud de razones ya vencidas hace años.
Triunfante, aunque desconcertado, regresa a esa casa con su cama. Se ha conseguido una carretilla y ahora la acarrea en medio de esa calle soleada de abril. Su madre se la ha cedido sin oponer resistencia ni argumentos añejos. Sólo que un par de lágrimas ruedan lentas por sus mejillas añosas. ¿Por qué?
Mientras el jovenzuelo continúa desplumando gallinas, al parecer, su faena preferida, el hombre arma su cama en otro cuarto. Un germen de decencia lo motiva para realizar tal acto. No conoce a esa mujer ni a ese chico y teme, porque siempre teme, porque sí y porque no, siendo esta la constante de su existencia timorata.
Esa tarde, la mujer le ha indicado al muchacho que se acostará en el lecho recién armado. El chico sonríe feliz porque dormirá a sus anchas en cama propia, acaso soñando con un corral repleto de gallinas dispuestas a ser desplumadas.
Ya solos en esa cama, ella simulará que duerme y él hará lo mismo. La costumbre permite que se vayan disipando las interrogantes. Pero nada preguntará para no deshacer el encanto. O el placer o esa lujuria que le repta entre las piernas al imaginar el cuerpo de la mujer a su lado.
De pronto, los pies de la chica parecieran hurgar entre las sábanas y él se deja llevar por ese oleaje de géneros limpios y fragantes agitándose suaves como marea nocturna. Y es un pie, luego el otro, ambos buscando los suyos. Los allega, con timidez, sujeto en parte a esos prejuicios que cuelgan de su mente cual si fuese esta una pared rijosa. Pero se va soltando y siente el roce de aquella caricia suave pero demandante, uniéndose a ese coqueteo sinuoso que enciende un fuego lento, procaz para pronto unir manos y brazos, invitando a los labios a reconocerse en ese acto de atisbos inocentes que parecieran ocultar a propósito toda la lujuria que explotará después.
Ese hombre, ya no necesitará más respuestas.
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