Dicen por ahí que las hojas primaverales cuando caen por defecto al suelo la compaña el vaivén suave y sereno de la brisa, con su silbido tenue y taciturno, las carcasas van bajando poco a poco hasta posarse sobre la soleada y seca loza del parque, nadie las pisa porque son verdes, lozanas y aparentan tener vida, pero lejos de eso, yacen dormidas. Dormidas permanecen como las antiguas otoñales que esperaron triste el pasar del tiempo observando ese asiento frente al lago, una y otra vez morder su cintura al roce de los cuerpos, y vino el viento con su impertinente borrasca a vencer su estadía de ancianas postradas, columpiando sus vertebras al alero de esa rama, como venas proteicas encausar el último hálito azumagado del invierno voraz.
En la calle vacía transita la humedad con su larga cola de encajes burbujas y helado pasar, arrastrando a las viejas del Olmo que un día fueron verdes turgencias, figura y resaca boreal, y así la existencia , como las estaciones del año, así el Ser con su ser a cuesta, con su impermeable de vida para no verles lloverse demás, cada uno como hojas aferrados al manto de una rama, sujetando sus huesos al sol porque el viento, si llegara ese viento, desnuda el pellejo donde aflora la muerte temprana; no resiste el árbol sin pasión verde pasto y la tierra sin sus arterias de savia blanca, de pedernal, así van las cosas para humanos y bosques, que siendo especies distintas mortifican la carne hasta caer vencidos hacia el barro y la cal.
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