Narración borrada por error. La repongo, pidiendo perdón a quienes ya la comentaron.
Concurrir al supermercado es una tarea rutinaria, de pasos preconcebidos que se inician con la aventura de conseguir un carrito que ruede de la mejor manera. Es curioso, pero siempre están a la mano los que se atoran o los que se niegan a doblar hacia donde uno desea, tal si tuviesen voluntad propia para esquivar algunos pasillos dirigiéndose contra nuestros deseos al lugar en que nada de lo que se muestra es lo que necesitamos. Forzamos nuestros músculos para redirigirlos, sonriendo bobamente a los que nos contemplan realizando estas curiosas maniobras. Al final de cuentas, siempre existe la posibilidad de cambiarlo por otro menos chúcaro, pero la concurrencia aumenta, los pasillos se atestan, lo que duplica la tarea de movilizarse. En estas circunstancias, acude en oleadas ascendentes y rubicundas el deseo de abortar la situación y dejarlo todo para otro día. Sin embargo, lo poco y nada que se ha colocado en ese carro de los mil demonios es de gran necesidad. Con los brazos adoloridos me abro paso por los pasillos que restan y en un recodo sucede lo imprevisto. Un tipo enorme doblado en dos buscando alguna mercadería en las góndolas inferiores es embestido por este demoníaco aparato y termina desbaratado en el piso. Mi corazón parece suspender su rutina de latidos cuando el hombre voltea su mirada, conectándose la suya con la mía. Atisbo en medio de cierta pérdida de mi raciocinio sus ojillos enrojecidos y la brusquedad de sus caderas para alzar su enorme corpachón. Es un toro de lidia dispuesto a embestirme, pese a mis tímidas disculpas. Existe la posibilidad de entendimiento entre los hombres cuando las razones aplacan las pasiones y un estremecimiento de manos unidas zanja cualquier asunto. Rivalidades irreconciliables pueden encontrar cauces en los cuales coincidir posturas e incluso la amenaza de alguna conflagración ha dado paso a una paz duradera. Todo eso es posible en situaciones como las que describo. Pero acá, un personaje que ha salido impelido por una fuerza desequilibrante, terminando con su humanidad en el suelo ante la vista y paciencia de una multitud de personas, venderá cara esta afrenta porque en su espíritu humillado sólo titilará una luz roja que cual capa de torero agitada ante sus ojos lo impulsará a cobrarse revancha. En ese escenario, reconociendo que lo menos probable sea algún armisticio, abandono el carro aquel con la tan necesaria mercadería y me abro paso veloz, arrollando damas, pisoteando al que aparezca en mi horizonte. Mi idea es escapar por la línea más recta que me asegure la huida, sintiendo el tronar del tipo detrás de mí, asunto dificultoso en este escenario repleto de pasillos cortados a media cuadra para dar paso a otros que se multiplican en este palacio de ofertas. En una esquina, alcanzo a voltear la mirada para percatarme horrorizado que ya son tres tipos los que me persiguen. Aprieto pues el paso para, en esa carrera, volcar sin intención una enorme bandeja repleta de empolvados. Ya sólo me preocupo de separar la distancia entre mis perseguidores y acezando, me percato que estoy en la mira de casi todos los presentes. Una señora me grita al paso: -¡Entréguese, joven! ¡Después va a ser peor! Acaso cree que me he escamoteado algo para huir con ese desfalco. Y dentro de la exhalación que me provee el miedo, queda todavía lugar para una peregrina vergüenza.
En la sección de frutas y verduras se asoma un descampado que me aterra porque mi visibilidad es casi total. Doblo por el pasillo de los licores y como he visto en algunos films de acción, agarro dos botellas de vino arrojándolas al piso, provocándose en consecuencia una quebrazón que da curso a un riachuelo rojizo. Eso distraerá a mis perseguidores, ganando algunos segundos. Los parlantes resuenan estridentes en su gangosidad, acelerando mis latidos: -¡Se recomienda a los clientes conservar la calma! ¡Ya hemos dispuesto de nuestros guardias para que detengan al señor que está provocando desorden!
Horror de horrores, escapando como un delincuente sólo por haber atropellado sin intención alguna a un tipo poco tolerante. Acaso así se tuercen las existencias apacibles de algunas personas o es la intolerancia de algunos la que basta para que las hunda en sendas sinuosas de las cuales no saldrán y si lo hacen, sólo persistirán en el error o en la escalada hacia situaciones aún más angustiantes.
Perseguido ya por varios tipos a los que se agregó una cuadrilla de guardias, continúo huyendo y esquivando personas hasta que la salvación aparece en un pasillo. La sección ropa de damas ilumina mi imaginación. La zona está desierta y un vestido verde, sin escote y con falda hasta la rodilla titila en medio de mi desesperación, Como esto también lo vi en películas, me quito con rapidez mi propio ropaje embutiéndome en el vestido. Todo esto, lo realizo a la velocidad del rayo, ciñéndome de paso un sombrero alón parecido a los que usaba Truman Capote. Mis zapatos no parecen deslucir con tal indumentaria por lo que en un rasgo de audacia, comienzo a revisar mercaderías al azar contemplando bajo el ala de mi sombrero como los tipos se aproximan acezantes hacia mí pasando de largo. Aún debo salir del local, asunto complicado porque los ropajes que llevo portan una alarma que pondrá sobre aviso a los guardias. Considero tal situación, dilatando el momento de abandonar este establecimiento. Un tipo pasa por mi lado y bajo el ala contemplo su mirada procaz. Temo que me delate, pero lejos de eso, me sonríe. -Esta es la mía- me digo devolviéndole la sonrisa, Me conversa sobre distintos tópicos, al parecer es un romántico porque me habla de flores y signos zodiacales. Aprovecho la situación colocando mi brazo debajo del suyo. Pronto terminará sus compras, cosa poca, saldremos, todo habrá sido superado. Sólo que Eusebio, que así dijo llamarse, me invitó al cine y bueno, a falta de pan, que no pude comprar en el supermercado, lo acompaño, siempre mirando en redondo por esa cosa que llaman culpabilidad que se niega a abandonarme.
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