Hace tiempo, en la prisión de Pelican Bay - California, en una de las celdas de máximo aislamiento, se encontraba encerrado desde hacía casi quince años Ramón Martínez, supuestamente culpable de Homicidio Accidental e Involuntario.
En honor a la verdad, Ramón no fue causa de muerte alguna, pero les vino de perillas a los investigadores y a falta de otro chivo expiatorio, se lo llevaron a él.
¿Acaso es necesario que comente algo, acerca de la “Justicia” que suele imperar en casi todas partes?
Lo recluyeron simplemente a falta de otro, como la persona que ocasionó sin querer, un accidente al sobrino del Gobernador del Estado.
Fue ideal, un inmigrante hispano y aún sin trabajo seguro, que justo acertó a pasar por el lugar y fue quien llamó a la policía al ver a un muchacho tendido en el suelo. No hizo falta nada más, lo llevaron de inmediato a la cárcel. Lo defendió un abogado de oficio recién recibido y el resultado fue el esperado: prisión perpetua. Más que nada, en atención a la figura del fallecido.
Ramón, un muchacho apuesto, con una novia en México, pasó sus primeros meses defendiéndose como pudo de los manoseos de un cabecilla de los presos, quien lo seguía a toda hora donde fuese que iba, le decían el “Narigón”. Temible no sólo en apariencia, sino por hechos concretos. El Narigón pasó más tiempo en la cárcel que fuera de ella. Claro que su vida tampoco fue placentera, aunque eso a nadie da derecho de matar a mansalva. En cuanto lo vio al pibe, comenzó la persecución. Lo seguía al baño, al patio de recreo, y también, lo esperaba en la ducha. Un día que el Narigón se propuso violarlo sin más trámite, Ramón que sabía bastante de boxeo, lo dejó fuera de combate por un largo, largo tiempo.
Hasta ahí bastante bien todo, parecía que iba a poder hacer frente a los problemas que se suscitan comúnmente en ese tipo de prisiones.
Sin embargo la cosa no fue así en absoluto. Resultó que el Narigón era muy bien considerado por la plana mayor de la prisión, sobre todo por su Director General. También, tantos años de cárcel sirvieron para que aprendiese todos los trucos de subsistencia y mayor bienestar conocidos.
Antes que castigar a quien les soplaba todos los datos interesantes y les entregaba en bandeja a cualquiera que había pensado en fugarse entre otras cosas, lo más sencillo fue enviar a una celda de máxima seguridad y aislamiento a Ramón, con la excusa de preservar su integridad.
Y en ella estuvo, repasando con pies cansados, una y mil veces, los dos metros de piso con cemento alisado. Sabía que era necesario moverse, que esa hora al día en que lo sacaban a un patio casi sin luz natural, no era para nada suficiente, y que aquella mínima rendija en la pared del lado de afuera, tampoco dejaba pasar casi aire, y menos dejaba ver el azul del cielo, realmente no servía gran cosa. Con sólo comida de regimiento, las fuerzas mermaban día a día, y el ánimo…bueno, ¿para qué comentarlo?
Traten de imaginar casi quince años de encierro, sin contacto humano, sin poder ver el cielo, sin ejercicios físicos, ni libros, apenas un lápiz y un papel para anotar algunas ideas, escribir alguna carta a su novia, ideas y cartas que rápidamente eran leídas por el Director General de la prisión, en cuanto llevaban al prisionero al patio.
Una noche de viento, mientras estaba tirado sobre la litera que ocupaba, sin poder conciliar el sueño, le pareció escuchar algo que desde que lo encerraron, no había vuelto a oír, ¡el canto de un pájaro!
Se sentó rápidamente para prestar toda la atención posible, pero nada, no volvió a suceder.
Al día siguiente apareció nuevamente ese canto, eran trinos, gorjeos que elevaban su espíritu como pocas veces sintió en esos quince años.
Ahora estaba todo el día y gran parte de la noche, aguardando oírlos y poder deleitarse con el sonido de sus gargantas tan puras. Los bendecía sin cesar. No tenía mayor idea de qué tipo de pájaros eran, sólo pensaba que eran del Director, ya que la oficina principal del mismo, se encontraba a dos pisos de su celda.
¡Cómo los amaba y cuánto bien le hacía! Eran la compañía que le faltaba. Acompañaban con su canto las horas y los días, que de otra manera hubiesen sido interminables. Aprendió a seguirlos. A imitar sus trinos, a cantar en un supuesto coro junto a ellos. Agradeció tanto esa inesperada ayuda. Los bendijo cada día y cada noche. Su alma se escurría a través de la pequeña rendija de la pared, y volaba feliz surcando el cielo que trataba de recordar, como de un azul profundo, e iba directo hacia el sol para sentir su calidez, su amorosa y bienhechora energía.
A ciencia cierta, no podría decir cuánto tiempo pasó, sólo que una mañana lo encontraron muerto sobre el catre, con una sonrisa tal de felicidad, que tuvo que verlo el Director General por no dar crédito a los guardias. Y sí, era una inmensa sonrisa de tanta placidez y felicidad como ya hubiesen querido tenerla todos ellos, en su último adiós.
Nadie imaginó siquiera el motivo de ese sentimiento que embargó a Ramón. Tampoco él sospechó jamás, que los trinos y gorjeos tan exquisitos, eran el producto del roce de plantas ya secas de laurel, sobre el vidrio de la habitación de interrogatorios, sita en la planta baja, dos pisos menos que la celda de Ramón.
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