La pequeña historia que hoy les voy a contar, me sucedió en el Perú, allá, por los años 70, cuando con tres amigos de mi barrio sanmartiniano de Lima, por vacaciones, decidimos conocer el departamento de Ancash, de recorrerlo en un viejo automóvil destartalado que, para esa aventura, habíamos reparado y financiado, sacrificando nuestras paupérrimas alcancías, como también, con todo lo que pudimos recaudar con “cachuelos” o trabajos que realizamos para esta causa. En esa época, éramos aun estudiantes.
Recuerdo que, después de estar viajando en nuestro “viejo corcel” por casi todo el departamento ancashino, al llegar a la altura de la laguna de Llanganuco, (3850 msnm, a 25 km de Yungay) decidimos emprender el viaje de retorno a Lima, porque nuestra economía faquir, y el viejo automóvil, ya no daban para más, el regreso nos lo estaban pidiendo a gritos, también, el cansancio y sufrimiento que nos causó el viajar por rutas o trochas accidentadas y polvorientas.
Estando ya en la ruta de regreso a Lima, no muy lejos de Huaraz, Juan el amigo que conducía el auto en esos momentos, en un desliz, cerró los ojos por un segundo, lo suficiente para que el auto dé, dos a tres vueltas de campana, quedando con las llantas “patas arriba”. Nosotros, menos mal que salimos del accidente con tan solo pequeños rasguños. Pero, nuestro “viejo Corcel”, si quedo maltrecho, con el techo hundido, parabrisas y retrovisores destrozados, casi inservible, una calamidad.
Por ser el regreso o despedida de vacaciones, veníamos quemando los últimos cartuchos, por lo que, al presentarnos el mecánico, la dolorosa factura para reparar el auto, comprobamos que nuestra economía se había ido a la banca rota.
Estábamos varados, aún lejos de la capital, sin saber que hacer para regresar a nuestros hogares, porque, mismo vendiendo al “viejo corcel” en su estado, mas, parte de nuestras pertenencias, lo que recaudáramos, no cubriría el precio de los pasajes del transporte en ómnibus, de todos a Lima. Muy compungidos y preocupados nos fuimos a sentar en una de las bancas de la plaza de armas de Huaraz, en busca de una solución a nuestra suerte perruna. Ninguno de nosotros era hijo de papa, éramos hijos misios de pueblo joven, del distrito populoso de San Martin de Porres.
Estando sentados los tres, en una de las bancas de aquella plaza, no muy lejos de ella, en una banca vecina, se encontraba un viejo hombre con sombrero grande de paja, que nos había estado observando y escuchando nuestros lamentos, y que, al vernos con las caras largas, preocupado se acercó para saber que nos acontecía. Yo, por satisfacer su curiosidad y desfogar mi inquietud, le conté con lujo de detalles, nuestra loca aventura y del estado en que quedo nuestro pobre auto, como también, la imposibilidad que teníamos de pagar su reparación para continuar nuestro camino de vuelta a Lima. Recuerdo que, aquel viejo hombre pensativo nos miró unos instantes, uno a uno, para después preguntar – Y a cuanto haciende esa factura – antes de responder me dije – este hombre es de la región, quizás nos pueda embarcar en algún camión, o darnos o algún consejo milagroso – por lo que, le mostré la factura. El viejo hombre al ver el monto, se froto el mentón y volvió a observarnos otra vez pensativo, luego, metió una mano a uno de sus bolsillos, de donde saco un fajo de dinero que empezó a contar, para entregarnos el total del dinero que necesitábamos, diciendo – tengan muchachos, cuando lleguen a Lima me lo devuelven – marcó en un pedazo de papel sus datos y deseándonos buena suerte, se marchó. Nosotros, con el dinero en la mano, nos quedamos asombrados, mirándolo como a un extraterrestre, como si fuera un mesías o algo parecido. Recuerdo que solo atinamos a decir en coro balbuceando – Muchas gracias, señor, muchas gracias, muchas gracias.
Creo que, la ayuda que nos brindó aquel desconocido viejo hombre andino, con sombrero de paja, a muchos de mis paisanos limeños también los hubiera sorprendido, sobre todo, a los que vivimos en barrios populachos, donde la necesidad y la ignorancia, hubieran hecho de este gesto un buen “perro muerto” (olvidarse de pagar).
Pero, lo mejor de mi historia, aunque les parezca mentira, sobre todo a los patas de mi barrio, fue, que nosotros ¡sí! devolvimos todo el dinero, como pudimos, pero lo devolvimos, hasta el último centavo, el de aquel desconocido gran hombre del sombrero de paja. De quien, siempre le estaremos agradecidos, no por el dinero prestado, sino más bien, por la gran lección de honestidad, confianza y solidaridad que nos dio, lección que nos marcó y enseño para siempre, nuestra forma de actuar, ante las personas que necesitan ayuda.
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