Era una Sheaffer con capuchón y plumín de oro de manufactura norte americana. Que imagino, al inicio de los setenta, costaba una fortuna en un lugar exclusivo de la calle el Conde. Pero el portarla, sobresaliendo su parte superior, fuera de los bolsillos derechos de las brillantes camisas de José Joaquín, absorbió mi atención.
Y fue que en mis inicios en la escuela, por la ausencia del lapicero de ahora, dominaban juntas con los lápices, para los apuntes y dictados. Siendo manejarlas( las plumas) un asunto de sumo cuidado. Por la delicadeza necesaria en el llenado de sus fuentes con la famosa tinta china. Advertencias cotidianas y recurrentes que siguieron al regalo de una(corriente), por parte de mi padre.
Por eso y mi caligrafía, José puso en mi bolsillo la suya. Solo insistiéndome en lo preciso y exacto que tendría que ser al transcribir los actos notariales, a las grandes libretas del archivo de la Conservaduría de Hipotecas de nuestro Ayuntamiento. Aparte de que todo lo que ví en sus manos, era de primera: su guitarra, su colección musical, su indumentaria y hasta su motor.
Sin embargo le fallé. Y precisamente en un punto fuera de sus encargos básicos: el ‘plante’ que quise darme, de andar con su pluma de oro en mi bolsillo. Y lo decía y la mostraba a mis amigos con la baba en la boca. Hasta que lo hice frente a mi pulpero favorito. Quién quiso tocarla, abrirla y probarla sobre las ásperas tablas del mostrador de su negocio. ¡Tal vez creyendo que el oro de su punta(plumín), tan elogiado por mí, era acero!.
¿Ó quién sabe qué cosa pasó por su mente? ¿Sí fue asco por mis alabanzas con su dueño? ¿Ó, acaso, le molestó, lo enfático del tono de mi voz, al mencionar el imaginario valor metálico, de la pluma? Y le miré su rostro con un sosiego lejos del mío. Y volví a mirar la malograda punta, jamás encontrada, del instrumento de escribir. Pero un infame silencio me llevó a la calle, dónde apelé al cielo por la detención del tiempo.
Pero no pudo ser. Y tuve la mañana siguiente que entrar a las siete en la oficina con la pluma rota. Y lo peor, sin una solución en mi alforja. Y llegó José tan afable como siempre y yo más indeciso que nunca, pero Dios me ayudó a ir directamente al grano. Finalmente, puse una promesa en la educada cabeza de un José, que siempre admiró mi inmadurez.
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