A primera vista
Jaime llegó a la terminal de autobuses con suficiente tiempo; compró su boleto y se sentó para limpiar sus zapatos mientras llegaba la hora de salida.
A poca distancia, vestida con ceñidos pantalones y una blusa color púrpura que destacaba sus formas generosas, ella leía un libro.
El joven la observaba a poca distancia. “Qué libro no se sentiría halagado de que los ojos de una mujer como ella lo leyesen!” —reflexionó Jaime.
Llegado el momento de partir, ella subió al bus y ocupó el primer asiento detrás del chofer; luego subió él, quien señalo el asiento contiguo preguntó:
—¿Está ocupado?
—No. Pase, por favor. —respondió ella, rodándose un poco.
Él le extendió la mano y se presentó:
—Mucho gusto; me llamo Jaime.
—Encantada. Yo soy Melba —respondió la chica, y volvió a la lectura.
—Voy a Santiago sin avisar —dijo él, buscando conversación.
—Yo estaré allá por una hora. Me veré con mi padre y sigo para Puerto Plata.
—¿Vives en Puerto Plata?
—Sí. Estaba de vacaciones, pero regreso a la rutina.
Durante el viaje los temas de conversación fluían. Hablaron de sus vidas, sus gustos y hasta de su soltería; compartieron anécdotas y rieron de buena gana. Ambos estaban complacidos por la química que había surgido entre ellos.
En una pausa de la conversación, Melba se durmió y sin querer recostó su cabeza sobre el hombro del joven. “Qué duerma todo lo que quiera”, pensó él, mientras disfrutaba del olor de su pelo.
Media hora después, ella despertó.
—Perdón. Me quedé dormida; —se excusó— ¿falta mucho por llegar?
—Sí, despabílate, Melba, que ya estamos cerca —dijo él.
En pocos minutos el autobús entró a la terminal de la ciudad y ella lo invitó a conocer a su padre, quien debía estar esperándola.
Jaime se alegró: “¡Qué pronto voy a conocer a su familia!” —se dijo.
A partir de ese momento, todo ocurrió muy rápido.
—Ahí está. —dijo Melba, viendo que su papa se acercaba con una sonrisa que se transformó en una mueca, al verlos juntos.
Al reconocerlo, Jaime dejó escapar una frase que ella apenas entendió:
—¡Oh, Dios! —susurró, pues también conocía al hombre que llegaba, pues era… ¡su propio padre!
Este, con timidez abrazó a los dos jóvenes. Melba ignoraba qué relación había entre los dos hombres, por lo que preguntó:
—¿Ustedes se conocen?
—Sí. —admitió su padre— de toda la vida. Tomemos un café, que tengo algo que contarles.
Y se dirigieron hacia la cafetería de la estación. El padre estaba tenso, Melba desconcertada; Jaime cabizbajo.
Los jóvenes tenían toda una hora —en lo que salía el autobús de Puerto Plata— para enterarse de lo que el hombre debía contarle de su pasado, una historia que habría de terminar con la ilusión de aquel amor…a primera vista.
Alberto Vásquez. |