No es que me queje.
¡Cómo no sentir la sal
que le faltó a Salieri!
Pero he visto vomitar emociones
que paralizan y enmudecen
hasta el mismo papel
que las recoge y las mece.
Palabras que sobrecogen
de la nada,
y resaltan sobremanera
los sueños de almohada,
del viejo poeta de cera,
y hasta el cansancio
de la mano temblorosa,
que esparce la tinta
en el escritorio de madera.
No es que me queje.
¡Cómo no sentir la sal
que le faltó a Salieri!
Pero he tenido que cincelar
paisajes forzados
sobre el duro granito,
para sacar un desteñido
suspiro asfixiado.
No es que me queje
pero hay textos tan simples,
escritos sin ambición alguna,
que opacan todas las ganas,
y avergüenzan el esfuerzo.
Versos que se hacen tristezas
y rabias en la garganta.
Palabras que se atragantan
y se quedan atrapadas,
de envidia, sin consuelo.
Versos con cándido ritmo,
balbuceos de principiantes,
que cuentan historias,
repletas de simplicidad,
del inapagable brillo
de la emocionalidad
en el sentir humano.
No es que me queje
pero mi verso plantado
no reverdece ni estremece.
Que hubiese dado
por sembrar ideas
que florezcan,
entretejer historias
que estremezcan,
o al menos
gritar emociones
que conmuevan.
Y estas rebuscadas
figuras mías sin sentido,
que desfiguran el sentimiento.
Tormentos mal paridos.
Melodías sin sonido.
Plástico y rojo corazón
de amargo latido.
No es que me queje
de los textos ricos,
y que desde la pobreza
de mis talentos,
quisiese alzar
un desgraciado lamento,
una nueva lucha de clases
en tiempos violentos.
Quejarme desde mis carencias,
y hacer de este mal mayor,
desordenadas ausencias.
¡Qué se vayan!
¡Qué se alejen!
Que se llenen de aplausos
lejos de mis oídos.
Que se sumerjan en la ignominia
total de mis capacidades,
y se ahoguen
en el justo descanso
de mis sentidos.
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