Una vez más, tal como había hecho durante unos cuarenta años, Antonio sacó su llavero del bolsillo y abrió la puerta del aula en la que impartía sus clases, pero en esta ocasión las circunstancias eran muy diferentes, pues era la última vez que lo haría.
El curso académico había concluído el día antes, por lo que no iba a dar más clases ni en ese curso ni en ningún otro, pues le había llegado el momento de jubilarse.
Al principio era un poco reacio a la idea, pero tras reflexionar sobre el tema llegó a la conclusión que también merecía disfrutar un poco de la vida y cambiar de rutina, después de tantos años dedicado a la enseñanza.
Aparte de éso, el profesor que le iba a sustituir era un antiguo alumno suyo, lo cual le llenaba de satisfacción, considerando también que debía dar paso a gente más joven para que tuviera su oportunidad como maestro.
Había traído consigo un pequeño maletín, para recoger unos pocos efectos personales que guardaba en su mesa, situada sobre una tarima desde la que podía controlar mejor a su alumnado. Echó una mirada hacia los pupitres vacíos, mientras por su cabeza desfilaban miles de recuerdos y anécdotas que había vivido a lo largo de su carrera como profesor.
Siempre había procurado portarse de una manera seria, pero al mismo tiempo justa con sus discípulos, mientras intentaba enseñarles diversas materias, aunque su favorita eran las matemáticas, que para parte de su alumnado eran el “coco” que más temían.
Sin embargo, tenía un modo muy especial de enseñarlas, llegando a contagiar a menudo su entusiasmo por esa asignatura, aparte de tener mucha paciencia para repetir las veces que fuera necesario lo que quería que aprendiesen.
Siempre les había dicho al empezar el curso: “Las matemáticas son una ciencia exacta. Dos más dos sólo pueden ser cuatro. Al que ponga otra cosa no tengo más remedio que suspenderlo.”
Y bien que cumplía su palabra, aunque se preocupaba mucho por aquellos a los que suspendía, intentando que aprendieran correctamente la materia.
Algunas veces tuvo que aguantar a padres que, muy enfadados, intentaban negociar con él un aprobado para su hijo, llegando incluso a ofrecer sobornos, pero Antonio era una persona incorruptible, que siempre solía decirles: “Para mi sería un cargo de conciencia aprobar al que no sabe, pues después la vida le dará muchos golpes que no sabrá superar si no está bien preparado”. Y esa respuesta zanjaba la discusión.
Entre las cosas que iba guardando en el maletín había una fotografía de su mujer, que siempre había tenido encima de su mesa, como si le hiciera compañía mientras daba clases. Ella había fallecido, tras una larga enfermedad, unos años atrás. No habían tenido hijos, y cuando se lamentaba de esa circunstancia ella solía decirle: “¿Cómo que no has tenido hijos? ¿Acaso no has tratado a tus alumnos como si fueran hijos tuyos, ayudándoles a formarse para enfrentarse a la vida?”
La primera vez que su mujer se lo dijo se quedó muy pensativo, pero a fuerza de oirlo se fué haciendo a la idea. Cuando ella murió, se refugió en su trabajo logrando que muchos de sus alumnos fueran aprobando, mientras se hacía respetar.
Fué entonces cuando oyó un murmullo, cada vez más fuerte, que le llegaba desde el pasillo.
Con gran sorpresa por su parte, vió entrar en el aula a sus alumnos, que venían impecablemente vestidos y le iban saludando respetuosamente a medida que iban entrando y se dirigían a sus respectivos pupitres.
Muy extrañado, les preguntó: “¿Qué hacéis hoy por aquí? ¿A qué debo tan grata visita?”
Uno de aquellos escolares, que había sido el delegado de curso, se puso de pié y le dijo: “Don Antonio, sabemos que se jubila y que ya no volverá a dar clases, por lo que hemos decidido venir a despedirnos de usted en la debida forma. Queremos darle las gracias por su tiempo y su paciencia con nosotros, como hace años lo hizo con muchos de nuestros padres. Le vamos a echar mucho de menos, sobre todo porque además de transmitirnos sus conocimientos también ha sabido enseñarnos lo fundamental que es el respeto hacia los demás. Recuerdo que nos solía decir muy a menudo: “Respetad y seréis respetados”, lo cual sabía llevar muy bien a la práctica, pues nunca ridiculizaba en público a un alumno que no llevase bien la asignatura; al contrario, insistía una y otra vez, con mucha paciencia, hasta que se aprendía bien la materia”
Abrumado por esa palabras y por el comportamiento de sus antiguos discípulos, Antonio se limitó a contestar: “No me debéis nada, pues me he limitado siempre a cumplir con mi deber como profesor. Cuando terminé mi carrera universitaria, me decanté por la docencia, y era para mi un gran orgullo el compartir mis conocimientos con otras personas y que aprendieran bien mis modestas enseñanzas, pues le serían después muy útiles en la vida, tras los estudios. A lo largo de todos estos años, me he cruzado después por la calle con muchos antiguos alumnos, que siempre me han saludado y me han agradecido lo que supe enseñarles. Nunca me dijo nadie ningún reproche ni palabra rencorosa, lo cual también ha sido una gran satisfacción para mi.”
Entonces, el ya ex-alumno le respondió: “Don Antonio, nos hemos permitido con ayuda de nuestros padres el darle un pequeño obsequio, para que siempre guarde un grato recuerdo de nosotros, como siempre lo tendremos nosotros de usted”
Mientras pronunciaba estas palabras, se acercó al veterano profesor y le hizo entrega de una pequeña caja de madera, en cuya tapa había una placa de latón con una dedicatoria que decía: “ A nuestro querido maestro, con todo respeto y cariño”.
Antonio abrió la caja y vió allí una preciosa estilográfica, de un modelo que siempre había deseado tener pero que nunca pudo comprar por su elevado precio.
No pudo evitar que las lágrimas brotasen de sus ojos, mientras daba un fuerte abrazo al joven que había sido alumno suyo, al tiempo que el aula se venía abajo por los aplausos de los asistentes, a los que les dijo: “Sólo puedo deciros una cosa: Gracias”
Después, uno por uno, fueron saliendo todos de la clase, estrechando su mano al salir mientras le decían: “Hasta siempre, señor maestro”. Y en las mejillas de muchos de aquellos jóvenes también se veían lágrimas.
Tras haber guardado todo en el maletín que había traído, apagó la luz, cerró la puerta del aula y salió a la calle. Allí echó una mirada a aquel edificio al que ya no iba a volver, mientras pensaba para sí mismo: “Mi paciencia dió sus frutos.”
|