Doris y Fabián conformaban una pareja feliz. Siendo ambos de edad ya madura, parecía que sus expectativas se habían ido encauzando de manera queda, casi imperceptible para ensamblar una relación envidiable. Ella amaba los descuidos de él aunque lo regañaba a menudo, siendo retos que sólo disimulaban su juguetona intención de matizar tanta armonía con una especie de falso reproche. Fabián, por su parte, amaba como ella hilaba las palabras, esos guiños involuntarios que se dibujaban en su rostro al pronunciarlas, habiendo aprendido gracias a su esmerada observación que cada mueca correspondía a un fonema, entonces varias muecas hermanadas conformaban ciertas palabras. Gozaba con aquello, lo disfrutaba riendo para sus adentros, adorándola cada vez más. Eran detalles, juegos caleidoscópicos que de alguna manera particular fortalecían los hilos de esta ecuación de mantenerlos juntos sin que el resbalar de los años deteriorara dicho vínculo. No había lujos en su vivienda, salvo el jardín, los pájaros y las noches frescas a la luz de la luna, asuntos simples pero reconfortantes que engalanaban sus vidas plenas.
Mas, nadie está libre de los inconvenientes, sobre todo si estos son el producto de alguna enfermedad. La felicidad de ambos se trizó cuando un latigazo cruel en el pecho envió a Doris al hospital. El diagnóstico era vago no habiendo claridad en los síntomas de la mujer. Se solicitaron exámenes para una correcta evaluación, mientras Fabián se desesperaba y derramaba lágrimas en una sala desolada como su propia alma.
Doris abrió sus ojos al fin. Sus padres estaban allí junto a ella dibujándose la alegría en sus rostros.
-¡Ha regresado, gracias a Dios! –exclamó la madre asiéndole sus manos.
Desorientada como estaba, reparó en la juventud de ambos. Imaginó que todo aquello era parte de alguna alucinación.
-Mamá- susurró- ¿Qué sucede?
-¡Ay hija! ¡Estábamos tan preocupados por ti! Te desmayaste y como no despertabas, te trajimos al hospital. ¡Tres días en coma, siendo tan saludable como siempre has sido!
-Pero…¿por qué estás tan…joven? ¿Y papá? ¿Qué está pasando?
-No me hagas reír, hija. Joven yo, tu padre. Los años pasan pues, dejando huellas.
La extrañeza de Doris tenía fundamentos sólidos, si la solidez era parte de todo este artilugio. Su madre tenía ya ochenta años y su padre ochenta y cinco. Y aquellos eran sus progenitores pero con cuarenta años menos.
-Necesito ver a Fabián- expresó por fin, provocando el asombro de sus padres.
-¿Quién es él?- inquirió la madre.
Todo era endemoniadamente retorcido en ese instante: sus padres caricaturescos y montados casi a la fuerza en esa juventud tan ajena, ¡sus propias manos, lozanas, sin manchas! ¡Su voz, clara y musical!
Requirió un espejo para comprobar aquello que le apresuraba sus pulsaciones. Se miró en el que le extendió su madre y un grito agudo de su garganta aterrada pareció crear olas concéntricas a su alrededor. ¡Su rostro era el de una joven que frisaba la veintena! ¿Qué asunto demoníaco era ese?
-¡Fabián! ¡Fabián!- clamó, sintiéndose al fin capturada por lo que era a todas luces una maldición que la trasladaba a otra era, sin embargo, recordando su vida reciente. O acaso lejana, le era imposible comprender aquella perturbación que trastrocaba épocas, sin que la bendición del olvido le trajera paz a su corazón. Enloquecida, clamó a los cielos, denostó, lloró hasta que fue imposible que de sus ojos brotara lágrima alguna. Sólo el sueño tuvo piedad de sus ruegos.
Fue dada de alta unos días después. Nuevas intrincadas sorpresas retorcieron aún más su entendimiento. La Universidad, los estudios, sus compañeros y hasta un novio apareció en esta realidad de birlibirloque. Jaime, un muchacho de veintidós años aferró su cintura mientras le estampaba un beso en su mejilla. ¡Cuán ajeno le pareció todo aquello! Y la comparación surgió gananciosa en su mente al recordar a Fabián y ese latir maduro de su existencia. Había demasiada melancolía en su pecho como interrogantes en su cabeza.
¿Qué había sucedido? ¿Existía alguna respuesta para aquello? ¿O era la muerte, su muerte, manifestada en esto que parecía una ilusión, un retroceso de su existencia? Sobre tales agobiantes disquisiciones, se alzaba ella esgrimiendo una rebeldía vana, un dolor profundo que nada disipaba.
Decidió encontrar a Fabián. Si no había respuestas para esto, por lo menos estaría cerca del hombre que amaba. Recordó que en su juventud él vivía en un barrio del centro de la ciudad. Abandonó todos esos quehaceres que entendía que no le pertenecían para encontrarlo.
Sus familiares imaginaron que lo suyo era resultado de su enfermedad. Pero no se atrevieron a contradecirla, esperando que con el transcurso de los días recobrara su cordura.
Después de un largo viaje en esos microbuses que sabía ya extinguidos, se encaminó por una avenida ancha rodeada de acacias. El aire era fresco, limpio y se respiraba con agrado, acaso lo más rescatable de todo. Una callecita estrecha y empedrada pareció señalarle el rumbo. Sabía que en una de esas casas vivía Fabián y su corazón se agitó, ingresando, junto con una bocanada de aire puro, el hálito de una esperanza.
-¿643 o 645?- dudó, porque nunca retuvo en su memoria un dato tan preciso. Acaso golpearía en cualquier puerta hasta que asomara él, su amor, su vida.
Una hora transcurrió antes que una anciana de cabello cano y ensortijado le entregara una pista.
-Esa familia se cambió hace dos años de este lugar. Pero no sabría decirle adonde se fueron.
Desolación una vez más junto a un desesperado intento por recordar, recordar esos datos imprecisos y que ahora resultaban tan trascendentales.
Regresó a su hogar con el desgano deslizándose quedo bajo sus pies. Sólo se retiró a su cuarto, arrojándose en su cama para continuar atando cabos. Quizás en otras circunstancias esta situación podría ser maravillosa. Regresar a la juventud, acaso corregir los pasos errados, disfrutar de tantas granjerías pese a las ingentes obligaciones de la universidad. Pero no, ella no podía complacerse con ese inopinado retorno si otra existencia la reclamaba desde sus propias vivencias.
Esa mañana surgió una nueva pista. Esta vez debería dirigirse al sur de la ciudad. Casi en sueños se le había dibujado en su mente una dirección. Estaba resuelta a dar con el paradero de Fabián, asegurarse de su existencia, conservar en su corazón dolorido un brote de esperanza al intuir que podría devolverle algo de esa fe que la había abandonado.
Calles y puertas, polvo y desencanto en mañana que parecía confabularse en contra de sus sueños. Recordó una fotografía de Fabián en que lucía una cabellera descuidada que parecía desplomarse sobre su rostro delgado. Sus ojos, grises y un tanto achinados, acaso lo único que había conservado de sus facciones. Golpeó con la ilusión latiéndole en el pecho, sus manos estaban amoratadas después de llamar a tantas puertas, una pena líquida que rodaba lodosa entre sus incertezas. Dos cuadras más y su mirada se oscurecía.
Doblando en una esquina, apareció. Primero reconoció su delgadez apenas disimulada en su ropa amplia. Un maletín en una de sus manos, caminaba oteando con timidez bajo su flequillo café oscuro. No pudo más. Doris se abalanzó, comprendiendo lo inútil de esta acción. Pero corrió enloquecida para mirarse en esos ojos grises tan juveniles como los de ella. Sucedió lo que era inevitable. El muchacho la esquivó y aligeró el paso.
-¡Fabián! ¡Fabián! ¿Por qué me rehúyes?- susurró Doris, ya entregada a un llanto profuso que no lavaba esa herida enorme que se acrecentaba dentro de su ser.
Fueron días que se arrastraron con su tristeza a cuestas, produciéndole una inacción que la mantuvo postrada en su cama. Sus padres aparecían para aconsejarla: que sus estudios, que sus amigos, que esa vida que parecía no importarle nada, siendo que la juventud es para aprovecharla.
Nada pudo sacarla de ese estado y postrada y abandonada ya a lo que aconteciera, fue derivada una vez más al hospital, comatosa, acezante, casi balanceándose en un débil hilo del cual pendía su existencia.
El acontecer de la vida misma se transformó en cosa difusa para ella y débiles ecos que simulaban quejidos, llanto, oraciones eran todavía atrapados por su débil percepción. Nada valía la pena, sin embargo y dejar de escucharlos sería piadoso para su alma ya errante. Después sobrevino el silencio con su manto reparador.
Un llanto más pausado, una voz clamando. De algún modo en donde algo ciertamente esotérico se emparienta con las briznas de la existencia, surgió un movimiento, un despercudir de su voluntad y razonamiento. Y entonces, despertó. Allí estaba Fabián contemplándola con sus ojos enrojecidos. El Fabián de sus regaños bromistas que la aguardaba en esta otra vereda, estudiando no sus gestos, sino la evidencia de su regreso.
Nunca pudo explicarse qué ocurrió. ¿Fue un sueño todo lo ocurrido? ¿O ella misma, sin voluntad, transportada por esos misteriosos pasajes que algunos teorizan y otros niegan a rajatablas? Sea como haya sido, ahora Doris y Fabián renovaron su compromiso y diríase que el amor fortaleció esos lazos tejidos con tanta laboriosidad.
|