Cada día, al caer la tarde, se la veía aparecer por aquel parque de las afueras de la ciudad, Era una mujer ya anciana, que vestía unas ropas de buena factura, aunque ya muy gastadas pero siempre limpias. En su rostro se veía que de joven debió ser muy guapa, pero el tiempo había ido borrando aquella belleza, si bien su cara seguía mostrando un aire de dignidad y nobleza que no dejaba de llamar la atención a aquellos que la miraban a la cara. Su pelo blanco, siempre bien peinado, completaban el semblante de aquella mujer ya octogenaria.
Cuando llegaba al parque, como salidos de la nada, aparecían un montón de gatos que con la cola levantada y emitiendo sonoros maullidos rodeaban a aquella venerable anciana, que poco a poco iba sacando de una bolsa pequeños paquetes de comida, que iba desenvolviendo para dar de comer a aquellos mininos.
Mientras les iba dando de comer, les iba hablando como si fueran personas, pues a todos ellos les había puesto nombre.
-¿Cómo estás, Blanquita?, ¿Qué tal tienes hoy la patita, Micho? y otras frases por el estilo eran las que salían de su boca.
Los habitantes de aquella barriada desconocían mucho sobre ella, ni desde cuando vivía por allí ni cuáles eran sus medios de vida, aunque jamás la vieron pedir limosna ni mendigando comida por los mercados. Es más, aquellos que alguna vez la vieron comprar decían que pagaba sin regatear por aquello que pedía y que lo que compraba siempre era de buena calidad.
De ella se decían muchas cosas: Que si era de una buena familia venida a menos de fuera de la ciudad, que si había sido una actriz famosa que había decidido retirarse de aquel mundo para vivir una existencia anónima, o que era una persona que había sufrido algún tipo de revés fuerte en la vida que le había afectado a su comportamiento.
Algunas veces, sentada en un banco del parque, sacaba de su bolso un paquete de cartas, atadas cuidadosamente con una cinta de seda, y se ponía a leerlas una y otra vez, cambiando su expresión según iba leyéndolas, para volver a guardarlas de nuevo con cuidado, mientras decía en voz baja: “Sé que algún día volverás”.
Aunque no era demasiado sociable, no era una persona huraña, pues si alguien le dirigía la palabra solía contestar educadamente, pero la conversación no solía ser muy larga, pues en un momento dado solía levantarse y se despedía cortésmente diciendo: “Me tengo que ir, lo siento. Ya seguiremos hablando en otra ocasión”.
Solamente había algo que la hacía enfadarse: Que alguien molestara a sus gatos, lo cual solían hacer algunos niños, asustándolos con terribles bufidos o tirándoles piedras.
En esos casos, su rostro se transfiguraba, y presa de una furia impresionante solía gritarles: “¡Dejadlos tranquilos! ¡Ellos no os han hecho nada!” poniendo en fuga a sus agresores, para después volver a llamar a sus mininos y tranquilizarlos. Lo pequeños felinos solían entonces acudir a ella buscando caricias, e incluso alguno solía sentarse en su regazo, ronroneando de puro cariño.
Un día no apareció por el parque, lo cual desató cierta alarma entre aquellos que solían verla cada día, haciendo que la buscaran por toda la ciudad hasta que la encontraron… En otro parque a la otra punta de la ciudad, tumbada sin vida sobre el césped, con el rostro muy tranquilo, como derrochando felicidad y con una arrugada carta entre sus manos. Estaba rodeada de algunos de sus amigos gatunos, que parecían velar por su eterno sueño. Su cuerpo estaba rodeado de flores, aunque a mucha gente le extrañó en que eran de una variedad que no florecía en esa época del año.
Nadie sabía su nombre ni cuándo había aparecido por la ciudad. Para todo el mundo era simplemente “La vieja que alimentaba a los gatos.”
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