Le pidiera a Díaz otra visita a su pedazo de campo. Con su naranjo parido al alcance de mi boca y su hermana adivinando mi físico desde el interior de su cuarto. También le preguntaría porqué a mí, entre tantos adolescentes del viejo liceo de la Castillo.
Y a Héctor le cuestionaría su silencio en nuestro vespertino paseo por la calle el Conde. Con un irrepetible mirar hacia lo alto. Sin ir de compras, sin probar un dulce, sin tomar un jugo. Solo repitiendo una acción ya aprendida. Cuando caminar era automático y anterior al parto.
No callaría ante el insulto de Fabio la noche del parque, frente al cine Carmelita. Ya que sin saberlo, el origen fue un cruel dolor de muela. Que nunca volvió a repetirse, quizás porque el afecto dominó un malestar que va y viene. O tal vez nuestra amistad fue la cura del quebranto.
Le hubiera abierto la puerta a Eugenio, la noche de Ciudad Nueva. La vez que casi me suplica por la frustración de un encuentro que pudo estar por encima del dolor en un hueco de mi lengua. Al momento, quemado y opuesto a la cicatrización. Y que él, sin saber, calificó mi sueño, ‘de tan pesado como el Uranio’.
Me habría negado a subir con José Agustín, a un carro cuyo dueño dio un grito al cielo cuando entramos. A pesar, de que la invitación nos la hizo su primo. Seguro que habrían sido dos sueños dignos y sin la amargura de su abandono, aquella oscura madrugada a varias millas del hogar.
Me hubiera opuesto a que por estar dando pena al borde de la escalinata del cine Peravia, el portero, en un arranque de zalamería y congraciándose con una chica pasada de alegre, le dijo que permitiría subir gratis solo a los niños del grupo, que a su gusto, les parecieran atractivos.
Finalmente, sí pudiera detener el tiempo, habría caminado más despacio. Muchas más veces habría dicho sí. Y lo dejado para después, ahora no formara un camino imposible de transitar.
|