Cuento
Amor, celos y cuchillos
No pretendo emular a Jack, pero las circunstancias…
Ese día desperté nervioso y ansioso. Incluso con pensamientos de no común ocurrencia en mí. Había invitado a almorzar a la chica que por esos días ocupaba mi tiempo, la misma con la que hacía dos días habíamos discutido muy acaloradamente de tal forma que casi le llegamos a poner fin a una relación de dos años, en la cual habíamos tenido varios desencuentros causados por los caracteres posesivos que eran exacerbados a raíz de la extrema celopatía de ambos.
Después de tomar un desayuno apurado lo primero que hice fue comprobar el filo de mis cuchillos de cocina, un juego de cinco de distintos tamaños, que para mi último cumpleaños alguien que conoce de mi afición por la cocina me había regalado. Hay uno que sirve para pelar frutas, otro para cortar pan, uno especial para rebanar jamón, otro para cortar verduras de todo tipo y uno más largo y pesado que bien podría servir hasta para desollar, quitarle el cuero y terminar trozando un animal. Se me ocurrió que ese cuchillo podría servir para lo que, desde el momento que la invité, estaba planeando hacer.
Bueno, ese fue el elegido, comprobé el filo, lo encontré perfecto, pero aun así recurrí a una piedra de afilar que había comprado hace un tiempo atrás de esas especiales que por un lado tienen un grano más grueso para afilar y en el otro uno más fino para asentar el filo.
Llegó temprano, hermosa como siempre, radiante con su contoneo equilibrándose en sus diez centímetros de tacos, me dio un cálido abrazo coronándolo con un beso aún más cálido, luego se sentó en su sofá, ese similar al que tengo en mi consulta de sicoanalista, ese que ella tan bien conoce, ese que tanto le gusta… desde el día que la conocí cuando llegó buscando tratamiento y consuelo, después que su novio se casó con otra. También desde ese día se transformó en mi paciente favorita.
—¡Ufff, qué calor hace! —exclamó e inmediatamente agregó. —Por favor prepárame algo refrescante para beber, que además me quite esta somnolencia que me producen estos días de verano.
Después de beber el refresco que le preparé noté que bostezaba, me fui a la cocina agarré el cuchillo más largo, pero antes de comenzar lo planeado quise verla con detenimiento para envolverme en su hermosura.
Allí estaba ella, recostada en el sofá, con los ojos cerrados aparentemente entrando en un sueño e inocentemente tentadora entregada a mis ojos, a mis manos, es decir a todo lo que yo tenía planeado para ese día.
La miré… me acerqué… quise acariciar esa suave piel que tanto me trastornaba e incluso hacía olvidar todos los enojos, recriminaciones y arrebatos de celos que entorpecían nuestra relación, pero preferí no sacarla de su ensueño. Tampoco esa visión iba a cambiar mi intención pensada y calculada.
Por eso con su imagen semidormida en mis retinas, el cuchillo en mi mano derecha, luchando contra mi voluntad que me empujaba a abrazarla y besarla, opté por seguir con lo que me había propuesto hacer ese día y… y… y…
Y sin pensarlo más regresé a la cocina para quitarle el cuero junto con la grasa y trozar el pollo que ya descongelado esperaba para prepararlo a la cacerola de la misma forma como se lo he preparado en sus visitas anteriores.
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