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Fallecida la anciana madre, los procesos siguientes se fueron armando entre tiernos recuerdos y la necesaria premura. Nadie se sorprendió por su desaparición, tratándose de una señora ya nonagenaria con su salud bastante resentida. Era un dolor manso, ajeno a la desesperación. Acaso porque de tantas veces imaginada debido a sus reiterados malestares, esta noticia golpeaba sin demasiada sorpresa a los hijos. Los trámites que prosiguen a esta dolorosa situación se realizaron con bastante prontitud, concurrieron los familiares cercanos, amigos y vecinos. Fue velada en una capilla que contaba con varias salas para velatorios, de tal modo que al lado de esa madre, otro grupo de personas despedía a un señor y más allá a otras tantas personas. La muerte era lucrativa en ese lugar, en donde se ofrecía una escala efímera que precedía a la sepultura a cambio de un módico dinerillo para la iglesia.
No hubo lágrimas en dicho velatorio puesto que la idea coincidente era que la pobre vieja por fin descansaba tras una larga existencia de sacrificios y enfermedades. Arropada con sus mejores prendas, su rostro reflejaba una falsa lozanía pero con un ligero fruncimiento de sus labios debido a que las hijas juntaron su mandíbula, que laxa y ya sin resistencia se abrió de par en par otorgándole un patético aspecto. Por lo mismo, fijada con un pegamento, las mujeres rogaron al cielo que ojalá esto aguantara toda la ceremonia. Los niños, en su inocente indolencia, imitaban ese gesto forzado riendo y recibiendo las veladas reprimendas de sus padres. El recinto olía a flores mezclado con el aroma a café, servido desde un artefacto eléctrico que arrojaba nubes de vapor de tanto en tanto. Es sabido que los velatorios son puntos de encuentro de familiares y amigos distantes en el día a día que por esta situación forzada aprovechan de intercambiar sus cuitas entre sorbos de café y miradas respetuosas a la finada, que si en vida fue distante, en su féretro sí que inspiraba respeto.
El grito despertó de golpe a los que dormitaban en sus sillas. Una nieta se había aproximado al ataúd para contemplar a su abuela en el preciso momento en que el pegamento cedía y la mandíbula de la anciana se abría de par en par simulando un grito mudo y espeluznante.
-¡Mi abuelita! ¡Mi abuelita!- gritaba la niña fuera de sí. Algunos abrieron sus ojos, otros se unieron a los gritos y más de alguien sofocó una carcajada al saberse la razón de tanto desasosiego. Los hijos concordaron en cerrar la mirilla del ataúd para evitar que esto se transformara en un espectáculo aterrador.
Al día siguiente, después de un breve responso, el féretro fue trasladado a una carroza elegantísima para conducirla a su último destino. Los hijos ocuparon el coche que encabezaba el cortejo, Juan, el hermano junto al chofer y las dos mujeres en el asiento trasero.
El viaje se realizó en silencio hasta que el chofer preguntó:
-La señora… era evangélica?
Juan giró su cabeza sorprendido. En esos momentos, su pensamiento divagaba en otros asuntos, su madre, ciertos recuerdos, una pena agazapada.
-No- respondió con voz queda, tal si emergiera desde el fondo de su ser. –Era católica, como todos nosotros. En fin, católicos a nuestra manera, no íbamos a la iglesia, pero respetábamos el culto.
-¡Hum!- suspiró el chofer.
Silencio, nuevas divagaciones en la mente de Juan y detrás suyo, sus hermanas conversando en voz baja.
-Los evangélicos somos distintos. Concurrimos a la iglesia, participamos activamente, reímos, lloramos, bailamos alabando a nuestro señor.
-Eso creo. De todos modos, yo he perdido la fe en las religiones. No me caratulo ni ateo, ni agnóstico ni indeciso. Solo pienso que me he liberado, no sé de qué, pero me he liberado.
-Mala cosa, señor. Un asunto son las religiones y otra muy distinta es la fe. Sin ella, usted está a expensas de las tentaciones del mundo.
-No soy muy tentado. Ni tampoco he cometido atrocidades en mi existencia.
-Pienso en el alma de su pobre madre…
-Una buena mujer, abnegada con los suyos, trabajadora hasta el final de sus días.
-Pero al no estar en la iglesia evangélica no entrará al cielo.
Quiso responder preguntando si acaso ellos se habían ganado alguna concesión, pero prefirió callar. De todos modos, aquello le parecía tan irreal, tan abstracto en ese momento.
-Por lo menos descansará en paz- dijo a cambio.
-Usted podría salvarla. La iglesia evangélica lo está esperando.
-Perdón. En estos momentos no estoy disponible a nada.
-El demonio lo está tentando amigo.
Juan le lanzó una mirada curiosa al chofer. ¿Qué pretendía? -Por favor. Le pido que respete este momento.
-Porque lo respeto y comprendo su dolor es que digo lo que digo: sólo un evangélico entrará al cielo. Hágalo por su madre, respétela a ella.
La furia trepó veloz y se aposentó como una máscara en las facciones de Juan. -¡Termine por favor! ¡Se lo exijo!
-¡No termino, señor! ¡No lo haré! Un pastor jamás abandona a su rebaño.
-¡Entienda, señor! ¡No me convencerá! ¡Lo oigo hablar y veo que lo suyo son balas de salva que jamás darán en el blanco!
Un frenazo tuvo el efecto de arrojar a Juan hacia adelante siendo el cinturón de seguridad quien lo salvó de golpearse. Las hermanas gritaron y los coches que los sucedían en el cortejo frenaron de golpe para evitar la colisión. El conductor, perdido ya los estribos ante el nulo eco de sus palabras, detuvo el coche y descendió de él.
-¡Yo no continúo con esto! ¡No me prestaré a este juego y renuncio a este trabajo miserable!
Juan, fuera de sí descendió del coche superado por esta situación tan irreal. La carroza se había detenido unos cincuenta metros más adelante al percatarse el chofer que nadie los seguía.
-¡Le exijo que cumpla con su deber porque aquí el único que ha demostrado ser impiadoso ha sido usted!
Una bofetada le cruzó el rostro no bien terminó dichas palabras y atontado, más por la sorpresa que por el golpe, quiso responderlo con todas sus fuerzas. En ese preciso instante, ambos fueron separados por las personas que habían descendido de sus coches con el asombro pintado en sus rostros. Otro llamó a carabineros y entretanto, la carroza había retrocedido sin mayor ceremonia para unirse a la situación.
En resumen, el conductor evangélico fue detenido y Juan se salvó sólo por ser deudo, responsabilizándose de acudir a la comisaría a estampar la denuncia apenas finalizara el funeral. En lo que respecta al coche abandonado por el evangélico, éste fue conducido por uno de los funcionarios de la carroza.
El sepelio se realizó con un pequeño retraso. Mientras el féretro de la madre descendía con lentitud camino a la fosa, las hermanas lloriqueaban en tanto Juan sopesaba la situación, estrellándose lo racional con ciertas dudas que le había sembrado en su cabeza aquel hombre.













Texto agregado el 13-08-2022, y leído por 220 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
14-08-2022 Ah no... a ese yo lo mato bien matado.. jajaja. Un abrazo, Sheisan
14-08-2022 Me cautivan este tipo de relatos de humor negro. Excelente Guidos, te pasaste!!! MujerDiosa
13-08-2022 —Pienso que en estos casos el chofer debe guardar silencio por respeto a las creencias de los deudos y las de él mismo, o de lo contrario habría que pegar sus labios con un pegamento de mejor calidad que el usado con la difunta. —Saludos. vicenterreramarquez
13-08-2022 Un cuento muy bueno, me trajo el recuerdo de mi abuelo adventista que queria bautizarme en su Iglesia yosoyasi
13-08-2022 Hay gente que no respeta el dolor ajeno y lo desamparado que se siente uno en tales momentos. O existen necios como el conductor de tu relato, que pretenden tener la verdad según lo que ellos creen. Una historia muy real que me deja una cierta inquietud en el estómago, una angustia que inquieta. maparo55
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