Iba directo a su destino, a velocidad de 4 nudos. Nosotros lo acompañábamos con un trote furioso mientras lo despedíamos hacia su aventura. Contentos por haber logrado semejante hazaña. De mantener a flote nuestro barco.
Recuerdo cuando empezamos a armarlo con esa hoja gloria, arrancada de un cuaderno de matemáticas. Entre cuentas y cuentas, escribimos nuestros nombres. Estaba Hugo, Leandro, Mariana y yo. El que agarro la hoja fue Hugo y empezó a doblarla. Nosotros sabiendo su experiencia en el arte del armado de barcos, fuimos testigos de aquel evento. Después de algunos minutos, levanto con sus flacas manos, la obra terminada. Al costado de cada una de las velas, ese triangulo de papel que sobresalía, estaban nuestros nombres. Nosotros contentos aplaudimos.
Fuimos hasta la esquina y divisamos una corriente de agua que estaba naciendo. Justo a unos 10 metros del cruce de las calles, un manantial de agua era vertido por un chalet verde. Nos acostamos en la vereda, justo con nuestra cabeza que sobresalía del cordón, mirando hacia abajo. El flequillo de Leandro casi tocaba ese rio que según los estudiosos, tenía un grado 4 de complejidad. Con una extrema concentración, agarre el barco de su vela, con mis dedos índice y pulgar que tiritaban nerviosamente mientras lo bajaba lentamente el barco hasta colocarlo en posición de arranque. Su base apenas tocaba el agua y ya se oían esos motores imaginarios que evidenciaban una pronta partida.
Abrí mi mano, deje el barco sin resistencia y raudamente salió hacia latitud desconocida, mientras nosotros emprendimos nuestra caminata rápida, para acompañar a nuestro barco de papel. Con él, nuestros sueños de grandeza. Varias cuadras acompañamos su recorrido hasta que el destino y un par de hojas, cambio su destino y se fue por la alcantarilla.
Hoy mucho tiempo después, estamos seguros, que sigue recorriendo los ríos subterráneos de la ciudad, llevando nuestros nombres en la vela y también, nuestros sueños.
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