Era todo un personaje, mi querido tío. Nació en el seno de una familia donde todos pasaban el metro ochenta de estatura. Algunos incluso tocando el metro noventa y ocho, salvo él, claro. Era el mayor de los hermanos y paradójicamente el más bajo. Apenas rozaba el metro cincuenta, compitiendo evidentemente con su madre, la única mujer pequeña de la familia. Había dado a luz ocho veces, cuatro varones y cuatro féminas. De manera que Anastasio se crió bajo la sombra (literalmente), de su señor padre - un hombrón de aquellos - y de cada uno de sus hermanos.
Estaba bien claro que su autoestima quedó en el mismo nivel que su estatura. Pero siempre existe una salida para una vida agobiante, y la solución fue la cabellera que lucía con orgullo. Podía manejarla a su antojo, por lo que la dejó crecer a todo lo largo y ancho que las buenas costumbres permitían. Y feliz, salía en días ventosos para tener la dicha de ondearla lo más posible. Era todo un espectáculo observar cómo caminaba orondo, con la sonrisa a flor de labios y sus cabellos acompañando el rítmico paso. Sin embargo, toda su cabellera no bastó para darle el impulso necesario que lo animara a tener una novia, ni hablemos de casarse.
Los años pasaron, restándole centímetros de altura y menos cabellos en su cabeza. Y siguió transcurriendo el tiempo, y comenzó a escasear más y más, tornando lo que antes era un campo fértil, en un páramo de a poco. Si Anastasio se hubiese destacado en algo al menos, si contraviniendo las rigideces de la familia, se hubiese convertido en el artista que anhelaba ser, en investigador, o en un científico destacado, pero no. Estudió en el secundario para Perito Mercantil y ahí quedó. Trabajaba en una oficina polvorienta como sus sueños todos los días, de nueve a diecisiete horas. Iba al trabajo con su traje azul, brillante en los codos y algo en las rodillas. En ocasiones lo cambiaba por uno gris topo. Los usó durante más de treinta años de lunes a viernes. En honor a la verdad, el sastre le confeccionó dos trajes idénticos que cambió alrededor de su quinceavo año en la oficina. Los domingos se permitía usar ropa más casual, al sacar a pasear a sus padres en su cochecito de siempre, algo abollado pero fiel a ultranza. Sus hermanos por lo general, solían estar siempre demasiado ocupados para visitarlos y mucho menos, llevarlos alguna vez de paseo.
Don Nicanor, miraba con lástima la semi pelada de su hijo. Miradas que jamás pasaron inadvertidas. Y llegó un día aciago, llegó como todo lo que más tarde o más temprano tenía que llegar. A mi pobre tío, le quedaron en total cinco cabellos, y como en el chiste, ese día, Anastasio decidió peinarse para un costado: dos cabellos prolijamente direccionados para un lado y tres para el otro costado. Más tarde fue el turno del peinado con raya al medio: dos y dos. Algo después, volvió rápidamente al peinado hacia un costado y retornó cuando fue la hora, al de raya por el medio. Hasta que en toda su cabeza brillante, se lució un único, valiente, decidido y tenaz pelo solitario. Ocurrió algo extraño entonces; ése único pelo comenzó a crecer de manera extraordinaria y creció y siguió creciendo a lo largo de los años, y cuando Anastasio cumplió setenta años, el pelo midió la inconcebible longitud de dos kilómetros.
¿Cómo se arreglaba mi tío ante tal fenómeno? Ante todo, lo bendecía. Cada día que pasaba, lo primero que hacía era mirarse al espejo para ver si aún seguía en su sitio. Estando adormilado jamás se lo tocaba, por si dañaba sin querer la raíz. Pero lo más curioso era el peinado. En él se podía adivinar al artista oculto. Lo enrollaba sobre sí mismo una y mil veces, hasta formar una especie de torta chata que mantenía en su sitio con pegamentos diversos.
El día que semejante monumento se le despegó por completo, fue el único día en que mi tío Anastasio lloró. Lloró amargamente y durante horas, ante la inutilidad de su vida y sus miserables experiencias. Jamás se había animado a viajar, a entablar una relación amorosa, a tener amistades. Estaba solo en su habitación, (era el único que aún vivía con sus padres) y dejó la cama de una plaza (con sábanas grisáceas como su vida), totalmente empapada.
Prefiero no contar la ceremonia del entierro de ése pelo por no estar presente. Dicen quienes la presenciaron, que fue conmovedora y tocó el corazón de los asistentes.
Sin embargo, si mi tío tenía una cualidad, era que no se dejaba arredrar, así de fácil. A la mañana siguiente nomás, con un lápiz negro algo graso de punta fina, inició el lento sendero de dibujar sobre su cuero cabelludo liso y encerado, una réplica del Laberinto de Chartres. Cuando estaba cerca de él, podía pasar horas observando admirada semejante labor, que era como una pequeña obra maestra de paciencia ilimitada. Todos los días se levantaba tres horas antes, para con un espejo de aumento en su mano izquierda, y el lápiz bien afilado en la derecha, trazar parsimoniosamente, el dibujo que según su entendimiento, cubría a pleno su cabeza y la rellenaba a gusto.
Y así fue, que cuando le tocó el turno de partir, lució su arte tan meticuloso en el féretro abierto.
Y las personas asistentes, dudaron si dejar también, una pequeña corona para su cabeza. Parecía un ente aparte.
Finalmente mi tío Anastasio, logró la fama por la maestría de su artificio, más que por cualquier otra cosa.
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