La tía, que la conocí completa de pies a cabeza, conformaba un todo agradable. No digo que era bella puesto que sus rasgos no concordaban con el de las de las estrellas de cine. El atractivo emanaba desde su interior, características bien moldeadas de su carácter, una bondad respingada, su afabilidad bien proporcionada, cortesía de ojos grandes de transparencia inusual además de su corazón inscrito en su pecho que bombeaba caramelos. Para mi madre era feíta la pobre aunque con todas las dotes de su personalidad invisibilizaba esas desarmonías.
Tratábame de Claudito y jamás de otro modo. Claudito para acá y Claudito para allá aunque yo hubiese cometido la peor de las trapacerías. El tío no lo hacía peor, un hombre manso, cordial, acaso contagiado con las virtudes de su esposa, concordando con todo en ella en cada asunto.
Yo me felicitaba a veces de poseer la familia a la que pertenecía, sugestión que varió una noche que sorprendí a mi tía, en conjunto con mi abuela, hablando pestes de mi madre. Algo de esa noción se me anduvo abollando y repararla ya era cosa imposible. Comprendí después con los rudimentos de mi escaso bagaje que sólo el tiempo es capaz de recomponer lo que las personas descomponen. Por supuesto que la situación se remedió porque me olvidé de ella y reapareció ante mis ojos esa tía bonachona de sonrisa perenne que todo lo articulaba con los hilos de seda de su virtud.
Lo que no intuía era el trasfondo que existía en dicha familia porque alguna señal otorgaba un larvado alcoholismo de ese tío apacible. Hoy se me dibuja nítido sobre la mesa del comedor ese vaso siempre lleno de un vino oscuro, tanto como los secretos que navegaban sórdidos en su fondo. ¿Qué penas trasegaba el tío cuando se empinaba ese vaso? No lo sabré jamás. Sólo recuerdo que él falleció poco después víctima de un mal incurable y que la última vez que lo visité en ese hospital, sus ojos eran dos órbitas angustiadas, náufragas en un océano amarillento.
No fue la ruina para mi tía, puesto que poco después falleció la abuela, legándole una pensión sustanciosa. A los primos no les faltó nada, aunque ese hogar sólo era una escala para que cada cual se dirigiera a sus respectivos rumbos.
En uno de esos viajes la tía conoció a un personaje que se encantó con ella, acaso por todas las dotes suyas ya detalladas y que su madurez sólo las había multiplicado. Todo derivó en un romance que nos dejó a todos boquiabiertos. En esos años, la viuda estaba destinada a conservar los hábitos severos de una fidelidad eterna hacia su fallecido esposo. Pero, como decía mi madre, un tanto celosa y ¿por qué no decirlo? envidiosa de ese estado: “a ésta le pican las plantas de los pies” queriendo fundamentar que para ella permanecer en su hogar era un calvario. Por lo tanto, el romance prosperó, sólo que el tipo le comentó a la tía que debería emprender un viaje urgente a Australia, donde prepararía todo para que después ella lo siguiera e iniciaran una vida en común en el país oceánico.
Al principio, le llegaron coloridas postales del lugar en donde estaba residiendo su hombre. Mi tía nos las mostraba orgullosa y notábamos como su rostro se encendía de entusiasmo. Su corazón latía coordinado con las atmósferas de lejanas latitudes y encadenados sus sueños a una futura existencia tan repleta de acuciantes misterios.
Sin embargo, la comunicación se fue espaciando, tal si ese hilo invisible que los unía se hubiese ido mellando en un paulatino proceso de desgaste. Pero la esperanza de la tía no permitió que ese rastro de soñada existencia que ella imaginaba se desvaneciera del todo, aunque comprendíamos que en un punto lejano del globo, alguien había dispuesto de manera unilateral que esa ilusión se diluyera del todo.
No sabemos si fue aquello lo que apresuró ese lamentable extravío de su memoria que en términos prácticos desdibujó su impronta de mujer alegre y querible que fue, para terminar arrumbada en un sillón frente a un televisor indolente.
Poco después, falleció y permaneció en un humilde nicho del Cementerio General hasta que un día, mi primo me pidió que lo acompañara. Se trataba de la reducción de las osamentas de esa tía tan querible y como él recelaba de participar de esa ceremonia por su trasfondo macabro, acudió a mí para que yo fuese quién testificara que aquellos despojos eran los de esa tía admirable. Así lo hice y velando mis ojos con una pátina de místico respeto, contemplé como el obrero fracturaba los huesos y los colocaba uno a uno en una caja metálica. Después, ese mínimo féretro fue colocado en el nicho donde descansaría para siempre. Imaginé que pese a su fragmentación material, sus características inmanentes tales como su bondad, simpatía y singularidad de su carácter permanecían absolutamente intactas.
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