De mis lecturas juveniles, hubo una que me fascinó de tal manera en su momento, que, una vez comenzada su lectura, no pude parar, amanecí leyéndola. Era la famosa novela de Julio Verne: La Isla Misteriosa.
Muchos años después, tuve oportunidad de ver la película basada en esa novela.
Concurrí a verla, con el entusiasmo y la expectativa de disfrutar una vez más de la aventura, que aún con el paso de los años, recordaba con cariño por lo fantástica que había sido su lectura.
Sin embargo, me llevé una amarga decepción, lo que veía en la pantalla difería en mucho del recuerdo que yo tenía de esa maravillosa novela.
La escenografía que almacenaba en mi memoria, era increíblemente mejor que la que me mostraban. Asimismo, los personajes, sus características, actitudes, y todo su entorno, eran diferentes, nada de lo que veìa era reconocido por mi imaginación.
Ante tal decepción, opté por retirarme de la sala antes de que finalizara la película.
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Jueves, fui al supermercado, a la misma hora que la semana anterior.
Cuando entré al local, me sentí raro, un pensamiento me asaltó. Ante la duda, dejé el changuito vacío en la entrada y me retiré sin comprar nada.
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