Los días previos a la partida resultaron ser de intensísimo estudio. Había que conocer, del modo más pormenorizado posible, una de las epopeyas humanas cuya consecución supusiera cierto acuerdo entre culturas. Quienes habían planificado la travesía, aún sin puerto conocido, necesitaban la tripulación idónea. Hombres y mujeres inteligentes, diestros y, en un porcentaje extraordinario, capaces de aunar propósitos y esfuerzos cual los engranajes de una máquina posibilitan.
Mediante la tecnología, algunos de los que habían explorado con éxito el sistema solar estaban en condiciones de adentrarse en el espacio para superar una nueva barrera. Y lo harían, en esta oportunidad, valiéndose de una fuente energética distinta. Nada de combustibles a vida o muerte, ni peligrosos sistemas de propulsión cuya costosísima raíz arriesgaban, antes de iniciarse, cualquier proyecto.
Una vez en las inmediaciones de la luna, a bordo de la Enterprise, dispuestos todos los sistemas y en funcionamiento gracias a los turnos de doce tripulantes encargados de la generación de electricidad, llegó la hora de la cuenta atrás. En las cabinas de hibernación, una docena de los astronautas mejor entrenados se disponían a dormir. A soñar. A revivir minuto a minuto la epopeya de Magallanes y Juan Sebastián Elcano. Gesta cuyo impulso permitiría a la nave disponer de fuerza de tracción y capacidad autónoma como para alcanzar cualquier otro territorio del universo.
Los sueños, como proyección de las aspiraciones y el deseo y la necesidad humana de descanso. Un periplo vital que se había logrado traducir en fuerza moral y física…
- Ahora comienza todo, dijo el capitán.
Y, gracias a un impulso creciente, en una centésima parte de lo que hubiera tardado cualquier ingenio anterior, superaron Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno, Plutón…
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