Volando alto
Tras oír unos golpes certeros, Lorenzo se dirigió a la puerta de la cabaña donde pasaba el fin de semana con su mujer.
—¿Quién es? —preguntó, antes de retirar el cerrojo.
Del otro lado, una voz conocida le respondió: “Yo, Hermelinda”.
Abrió y la saludó. Trató de disimular el desagrado que le producía su presencia, le disgustaba la amistad que tenía con esposa desde la época en que eran estudiantes, y se preguntaba cómo llegó hasta aquel remoto lugar donde estaban de incognitos.
Ella era alta, de piel muy blanca, ojos cafés y sonrisa enigmática. Vestía de negro, siempre. Nunca había sido “santo de su devoción”, porque sospechaba que guardaba algún secreto y por sus actitudes extrañas sospechaba que era una bruja.
—Pasa, —le dijo con desgano mientras observaba su cara empolvada, su nariz aguileña y su pelo rojizo; vio que su esposa Sofía se acercaba y también estaba sorprendida con la presencia de Hermelinda.
Se saludaron con afecto sincero, y mientras el marido se retiraba a la terraza, se sentaron a hablar junto a la chimenea. Él fingía leer un libro, mientras se esforzaba, sin éxito, en oír la conversación de las mujeres.
Luego de unos interminables minutos, la visitante se paró, se despidió y salió; de inmediato Lorenzo interrogó a su mujer:
—¿Qué tenía que decirte la hechicera con tanta urgencia, que no pudo esperar que regresáramos a la ciudad?
Sofía reaccionó encolerizada por la pregunta manifiesta de su marido, que hacía tiempo insistía de convencerla de la supuesta “actitud misteriosa” de su amiga. Creía que él no tenía derecho a desacreditarla porque, sencillamente, no le simpatizaba.
—¡Te he muchas mil veces que estás equivocado! —le gritó—. Olvida de una vez ese mal concepto que tienes de ella. Por su forma de vestir no significa que sea una bruja. ¡Convéncete que Herme es una persona normal, igual que tú y yo!
Lorenzo decidió no volver a tocar el tema; quizás solo era una obsesión que tenía contra ella, como afirmaba Lucia. Le prometió olvidar el asunto para evitar futuras discusiones.
Al regresar a la ciudad, Lucía se dirigió a casa de su amiga y le reclamó:
—¿Cómo fuiste capaz de aparecer en la cabaña y crearme un problema, sabiendo que Lorenzo te cree bruja y vive buscando motivos para convencerme que lo eres?
Hermelinda, que iba saliendo, no la dejó terminar; le pidió que la esperara unos minutos, pues debía salir a resolver algo urgente.
Mientras la mujer esperaba, escuchó afuera un ruido sordo y salió al jardín para investigar qué lo producía. Un movimiento a lo alto la obligó a levantar la mirada y vio con estupor que su amiga, sentada sobre una escoba se alejaba, volando hasta convertirse en un punto negro sobre un cielo color naranja que reflejaba las últimas luces del ocaso.
Alberto Vásquez
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