Estaba ofreciéndole noticia de su estupor cuando se dio cuenta. Gina entraba y salía de la cocina e iba al baño y otra vez de regreso. Probablemente se desentendía de su justa indignación. ¿Acaso Alfredo Di Stéfano no era Alfredo Di Stéfano? Pues nadie. En la emisora de radio, la recepcionista equivocó sus apellidos; mencionó un deporte en el que participaban atletas disputándose una sandía a patadas, cuyo fin era convertir en zumo el objeto de su codicia; confundía fútbol con frútbol y negó que le esperara José Ramón de la Morena para entrevistarle, porque Joserra pasó a la historia. ¿Y la gente? En la calle. Abandonó la casa radiofónica confuso y malhumorado porque tomar el aire le ayudaría a volver en sí. Habitualmente sus paseos consisten en la oportunidad de ser interceptado por aficionados de todas las edades que le requieren para firmar autógrafos o posar ante una cámara. Pues no. Nada, ¡nadie! Además los que deambulaban por los alrededores parecían presa de las drogas. Se desplazaban como si la gravedad surtiera efectos menos rigurosos, incluso para los propiamente gordos. Debía existir un patrón o coreografía oculta porque el espíritu de la danza parecía haberse apropiado de cada hijo de vecino. Tan raro le pareció todo que cambió de parecer e hizo señales al primer taxi que circulaba libre. El conductor, de la cuadrilla de los dicharacheros de toda la vida, puso voz de narrador deportivo para rezar los detalles de la consecución de cada uno de los goles que hicieron gloriosa a la “saeta rubia”, acordándose del astro al que debían haber entrevistado por la mañana en ese programa de radio del que usted me habla. Todo sin percatarse de estar dando servicio al presidente de Honor del Real Madrid. Sin darse cuenta o atribuyéndole otra identidad. Algo inaudito. Si le conocía todo el mundo… ¿Acaso se había declarado una epidemia de chiflados?
Gina continuaba con sus cosas así que abandonó la silla desde la que había disertado inútilmente, y se dirigió al baño. Tal vez al vaciar la vejiga se licuaran también los problemas y resbalara hasta la taza el sudor viscoso de la desgracia. Mear y mirarse al espejo. La calvicie, las ojeras, la edad. Alfredo. Pero, qué, quién… Abrió el grifo, hizo pozo con las manos y se humedeció la cara. 86 años. Un mal día lo tiene cualquiera. El mejor escribano echa un borrón… malditos refranes.
En esas Gina llama a la puerta del baño.
- Ya salgo
- Abre.
La leyenda del fútbol responde franqueando la entrada a su esposa. La descubre semidesnuda.
- ¿Qué haces?
- Invitándote a comer: vamos a tomar la sopa.
- Pero, ¿así? ¡Oye! ¿Y ese parterre en la cabeza?
- Es porque hoy me vas a golear querido. Pero, antes, tomemos la sopa, insisto. Entra.
Gina lo empuja y, a su vez camina hacia la ducha. Se despoja de la poca ropa que le queda y, por azares imposibles de descifrar para su marido, desnudo también sin que recuerde haberse despojado de nada, contempla como desde la roseta llueve un líquido espeso, caliente y con minúsculos tropezones: se trata de una menestra de verduras...
La mujer ríe. Ríe más e imita la danza de los derviches que mencionara Franco Battiato en “Voglio vederti danzare” …
Di Stéfano sale de la ducha en silencio. ¿Qué decir? Ya no estaba seguro de nada. Tal vez cayó en la equivocación sin saberlo y la vida prosiguió, desde ese error, conforme a lo que tanta extrañeza le producía ahora. Muchas veces se transita por una de esas calles que se describirían de memoria y solo al cabo se descubre que existen detalles en los que nunca antes se había reparado.
Se limpia los restos de sopa con una toalla y mientras espera a que la mujer con la que acababa de entrar a la ducha, supuestamente su señora, termine de ejercitarse, se observa de nuevo ante el espejo.
- Desde luego soy Alfredo, pero, no el Alfredo de siempre. Así que, en la confianza de ser correspondido, me presento. Alfredo: Alfredo Di Stéfano, exfutbolista. Jugué en River, Huracán, Millonarios, Real Madrid, Español de Barcelona…
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