¿A qué te vas a dedicar de grande, Dieguito? — La pregunta de su Tía lo distrajo un momento de la TV. Se quedó mirándola en silencio. Con apenas diecisiete años y toda una vida por delante no tenía ganas de responder. Un giro en el noticiero lo salvó de la situación al tiempo que su madre exclamaba: —¡Mira Clara!, es sobre el chico desaparecido, ¡Es del colegio de nuestra Sarita!
En la pantalla un grupo de alumnos se amontonaba alrededor del reportero, pero el alboroto de aquellas voces no llegaba hasta Diego, él sólo pensaba en Sarita, su pequeña hermana. Este mes se cumplía un año desde su triste decisión, nadie logró explicarse el porqué. Trece años apenas... La muerte de la niña fue un terremoto que vino a sacudirlo todo; sus padres se divorciaron y su madre nunca más fue la misma, por ello la tía Clara vino a hacerles compañía. Respecto a él, él quedó sumido en las sombras, pero dentro de aquella infinita tristeza descubrió cual era su fortaleza y cual su vocación.
En la pantalla un par de chicos hablaba sobre el compañero de clases desaparecido, de la inseguridad en las calles, de la preocupación de los padres. En sus rostros se reflejaba la angustia, pero en sus corazones palpitaba el alivio; el matón del curso se había esfumado sin dejar rastro. El conductor del noticiario dio el pase a otro reportero, quien se encontraba en casa de la madre, la mujer sostenía la foto de un joven de unos catorce años. "El no le ha hecho daño a nadie, es un chico travieso en el colegio, pero nada más. Es un buen hijo", repetía entre sollozos. Diego apretó los puños, sabía muy bien los alcances de las "travesuras" del muchacho, lo supo cuando secretamente, y tras la muerte de Sarita, descubrió la clave de su computadora y se sumergió de golpe en los terribles mensajes del infeliz. Vio las fotos, el chantaje, leyó las súplicas de su frágil hermana y la desesperación en la que se fue ahogando día con día, hasta no encontrar escapatoria.
En la TV se emitía una tanda de comerciales — Que tristeza por su madre, le escuchó exclamar a su tía. Todo augura un mal pronóstico, sentenció su mamá. En la cabeza de Diego se recreaba otra historia; los gritos del cobarde, mientras lo trasladaba en la cajuela del auto, la desesperación con que gritaba hasta extinguirse sus ruegos, encerrado por horas bajo los rayos del sol. Deshacerse del cuerpo tirándolo al río fue la tarea más fácil.
Dieguito: que a qué te dedicarás de grande te pregunta mi hermana —le recordó su madre—. Lo sabía, por supuesto que lo sabía. A sus diecisiete años había disfrutado demasiado de la experiencia.
M.D |