El cadáver del humorista aguarda yerto en su lecho. Los familiares se abrazan con el desconsuelo dibujado en sus gestos. En cada mirada refulge el clamor de una pregunta, aunque esta sólo sea el mendrugo desmigado que entregue un leve atisbo, porque bien dicho está en el acervo popular que nadie está preparado para una situación tan desgarradora. Aunque el moribundo olfateara entre desvaríos el sendero no hollado del más allá, eso todos lo intuían ya por su gesto desataviado de premura. Pronto, los noticiarios informarán de su deceso y el golpe será recibido al unísono con esa especie de rasgón que en alguna parte se produce en el ser humano. Se murió el humorista, alma de cada evento, creador de risas por antonomasia, mostrarán sus videos una y otra vez, reviviéndolo con la magia nostálgica de la tecnología. La gente sonreirá con sus chistes añejos y en algún lugar la risa se trizará al encontrarse con algún sollozo que deambula tímido en sus gargantas.
Hizo reír, ¿qué duda cabe? y su propia sonrisa salpimentaba cada uno de sus relatos. Su simpatía lo acompañaba a cada paso y si bien su popularidad se diluyó, o más bien se decantó por el paso de los años, tras el escenario, los desafíos eran ahora distintos. Su salud quebrantada era un chiste distópico, una clara ironía dentro de su cuerpo birlándole a cada paso cuotas de energía. Más, eso aún no lo quebrantó en cuanto ese hálito de cosa física que todavía le permitía mover sus huesos, le entregara débiles briznas de energía.
Era sabido que tras el ya lejano golpe militar, la razzia arrastró con cuanta alma viviente se cruzó en su camino. En dicha instancia, no se salvó nadie y ya fuese que el germen de una sospecha revoloteara sobre la testa de algún cristiano, bastaba y sobraba para arrastrarlo a sus improvisadas mazmorras. Si la suerte estaba de su lado, porque la otra opción era ser desaparecido en el ancho mar que borraba huellas, si no la culpa. Historia ya conocida. enhebrada en nuestra memoria y nunca clausurada en el corazón de los miles de seres que perdieron familiares como resultado de esta terrorífica gesta.
El humorista fue uno más de los que terminaron arrastrados por las vengativas garras del régimen y si bien, la simple experiencia de saberse en la mira provocaba necesarios escalofríos, acaso fue el magnetismo suyo el que de algún modo lo excluyó de un camino más dantesco. La prisión fue un sucedáneo al que supo sacarle partido y allí, entre sus pares, se transformó en el alma de una situación angustiante, organizó shows con los precarios recursos a mano y hasta sus carceleros no resistieron su influyo y acaso también hastiados por ese traje autoritario que les había impuesto la historia, también rieron y disfrutaron de manera disimulada en sus bambalinas uniformadas.
Indemne y con la risa dibujada en el raso de su piel, quizás la huella turbia de esa experiencia se diluyó pronto. O eso pareció, porque su existencia estaba marcada en los escenarios para encender los rostros de su público con esa magia suya, perenne y desprovista de resentimientos.
Lo demás es sabido, a intervalos, aparecía en cuanto programa misceláneo parpadeara en la televisión. Su sola presencia provocaba sonrisas porque llevaba marcada la simpatía entre los guiños de sus ojos y sus labios distendidos. Humor del antiguo el suyo, con la licencia no comprometida con los códigos actuales y permisible entre leves cosquilleos que disimulaban alguna rémora prejuiciosa.
Pronto será un recuerdo, aunque las pantallas de la televisión lo redivivan a cada instante en un ejercicio póstumo que no lo regresará en carne y espíritu porque al final, la parca traicionera o piadosa -ambas situaciones se balancean con indisimulada razón- lo esfumará de a trozos, valiendo mejor pensar que en esos asuntos tan crípticos, acaso sólo la huella de su sonrisa sea suficiente para recordarlo de forma perenne con la frágil perennidad de nuestra memoria.
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