Llegué por casualidad a casa del comisariado de tierras.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes, médico, ¿qué lo trae por acá?
—Me gusta caminar. Veo que está construyendo.
—No pude terminarlo. ¡Mujer! Tráete dos pocillos de café.
En una brevedad estaba escuchándolo.
—Explíqueme, ¿cómo hago para entender a los indios? Me urge hacer el asoleadero, la cosecha de café no tarda y para secar la semilla se necesita un piso de cemento. Le dije a Juan que fuera al río a por arena. «Ve a otro viaje», y dijo que no. «Juan, es más dinero para ti, te lo pagaré como si fuera un día de trabajo. Necesito terminar el piso».
La desesperación no era por un día, sino por la volubilidad del tiempo. En este lugar que mira a la montaña, cuando el agua llega no quiere irse, se detiene, pero después persevera. Eso equivale a más de diez días. Hay que cortar la cereza, transportar, despulpar, asolear y secar; se encostala.
De no tener asoleadero, hay que arrendar. De llover, los caminos quedarían intransitables. Esa era la urgencia. Conllevaba a perder dinero. ¿Cuánto? No lo sé.
Tal vez, Juan tenía cosas importantes que hacer: convivir con su mujer, o platicar con su compadre con aguardiente para sazonar la charla. Al menos, él ya había trabajado para que los hijos comieran tortilla, frijoles y chile. Y pudo haberse preguntado: «¿con otro viaje me haré rico?».
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