Piso reluciente.
Recuerdo mi infancia corriendo por los pasillos del edificio que habitábamos. Cinco pisos sin ascensor con cuatro departamentos por piso. Eran casi cincuenta bloques. Nosotros vivíamos en el block número cuatro, y recuerdo el trece, que estaba al frente, el veintidós que estaba en tercera fila y el treinta y uno, en cuarta fila. El espacio libre entre los bloques hacia los cuatros costados era más o menos otro edificio, un espacio amplio, entregada con un césped impecable que a los meses se transformó en un tierral infernal. La población era de grandes dimensiones construida al principio de la década de los años sesenta como una gran solución habitacional a familias de muy bajos recursos. Padres jóvenes, con hijos donde los mayores eran de mi edad. Llegué de siete años y no recuerdo esa pesadez de convivir con muchachotes de doce años o más. Los habría notado. Los de siete años éramos un buen montón y la gracia que crecimos todos juntos, hasta los doce, cuando nosotros nos mudamos. Los límites de la explanada hasta donde se ubicaban las construcciones eran lejanas. Era como una ciudad sin límites. Mi bloque, junto a los que se alineaban, estaba a orillas de una de las principales avenidas de la comuna. Algo extraño. La entrada a estos bloques era mirando hacia adentro, no hacia la calle. Si descendíamos del microbús en la calle, para entrar se tenía que bordear el edificio. Preguntando a nuestros padres el por qué dábamos la espalda a la calle, respondían que era para quedar mirando la entrada del edificio que teníamos al frente. Así se compartían esos terrenos libres entre bloques. Pero a esa edad yo no lo entendía así. Seguramente escuché que era para mantener socialmente alejados a la gentuza de los edificios con las casas que estaban ubicados al otro lado de la calle. Eran casas lindas todas con jardines y veredas con árboles frondosos. Asistía a un colegio de prestigio que estaba a unas cuatro cuadras, al final de las casa lindas, por lo tanto la mayoría de mis compañeros vivían en ese sector. La mayoría tenían bicicletas, en invierno usaban botas de agua y podían meterse a las pozas, chaquetas con gorro y usaban guantes. A la salida del colegio caminábamos en grupo por esas calles pavimentadas y concurríamos a los bazares donde cambiaban revistas. Los dueños nos permitían ojear las de historietas hasta cansarnos. También divisaba a vecinas de los bloques trabajando de empleada doméstica, cuidando niños o haciendo el aseo. El grupo se iba desgranando y éramos muy pocos los que cruzábamos la calle. Nuestras vecinas nos identificaban muy bien y nosotros percibíamos esa mezcla de cariño y un poco de resentimiento porque sus hijos no pasaron el examen de admisión. Más si sabían que en ese colegio nos regalaban el mameluco color café con leche, un bolsón con cuadernos de hojas blancas, lápices y gomas de borrar. También compás, reglas, transportador y papel lustre, tijeras de punta redonda y goma para pegar. La vida en los bloques, que a todas luces lucia pobre, era muy agitada. Se celebraban al aire libre todas las fiestas populares, ramadas para las fiestas patrias, los espacios libres, a pesar de ser un tierral, lucían los volantines, trompos, bolitas, luche, rondas y así, y también madres con sus niños pequeños y siempre conversando. Los de mi edad nos reuníamos en la entrada del edificio a preparar fechoría de niños. Y si no bajaban todos, subíamos a buscarlos. Las madres, que en cada piso se turnaban para encerar los pasillos manteniéndolos relucientes todo el día, competían entre ellas, impedían que nos paseáramos con los zapatos llenos de tierra por los pisos. Subíamos y bajábamos cuando sabíamos que no rondaban. Pero era inútil. Alguna, al encontrarse con las pisadas marcaditas sobre la cera aun fresca, reclamaban a todo pulmón, para que el resto de las mamás escuchen. Era gracioso lo que ocurría, porque las de turno del encerado sabía que su hijo andaba en el montón. Cuando estábamos en el cuarto o quinto piso y escuchábamos los gritos insultantes no nos quedaba otra que bajar corriendo y eludir las garras porque si pillaban a algunos lo llevaba al departamento correspondiente y la mamá se veía obligada a castigarlo con un par de cachetadas y encerrarlo. Ese era el pacto. Era tal el estruendo cuando bajábamos saltando de a tres escalones, que retumbaba el edificio completo. A medida que pasábamos por los pisos salía la mamá de turno enfurecida con un zapato en la mano y lo disparaba al montón, pegando si o si en la nuca de cualquiera. Si la ira lo ameritaba, sacaba su otro zapato o chala y la disparaba con el mismo acierto, vociferando insultos a tontas y a locas. Algunas tenían suerte y alcanzaban a agarrar a alguno del moño zamarreándolo hasta que tranquilizaba su ataque de nervios, así evitaba tener que arrastrarlo y acusarlo. Lo mejor o lo peor, dependiendo a que corredor le tocaba, la mamita se daba el gusto de ella misma abofetearlo. A pesar de toda la violencia, las mamas eran jóvenes, nosotros traviesos, y todo quedaba ahí. Incluso, al menos a mí, me daba lastima ver a la mamá trapero en mano limpiando nuestras pisadas de su piso que anteriormente dejó brillante. Debo recalcar que en el grupo también había niñas y eran muy buenas para bajar las escaleras. Volaban. Las mamas se llevaban muy bien. Eran buenas vecinas, solidarias, algo que caracteriza a la mujer popular: se prestaban tazas de azúcar, aceite o ajos y se preocupaban de los enfermos. Pero cuando se trataba de defender el encerado eran fieras. Una vez recuerdo a la vecina del cuarto piso bajando a comprar, muy menudita e estilizada, al llegar a la vereda se encontró con la vecina del primer piso, algo más robusta, cigarro en mano, alegando a todas las que entraban o salían del edificio que ya era el colmo como los infelices (los niños) tenían su piso de entierrado. Algunas le temían y asentían pasando de largo, pero la mama bonita que bajaba del cuarto agregó que a ella le pasaba lo mismo, que su piso, el cuarto, también estaba cochino. Se iba, pero tuvo la muy mala idea de agregar que los niños de los pisos inferiores (aludía a los hijos de la demandante) no tenían para que subir al cuarto. Se ofuscó la doña y le enrostro “y acaso tus hijos cuando bajan pasan volando vieja reconcha de tú madre, infeliz mal nacida” – “y porque me tratai así vieja fea, fea y huevona, prepotente”, respondió la menudita, “cállate culiá de mierda” – “al menos a mí me culean, en cambio a vo’ seguro tu marido ni te pesca ni borracho, con la cara de ogro que tení, y el cuerpo de morsa obesa con várice, por eso andai tan amargada y con cara de culo”.
Bueno para que sigo. Ese era mi barrio.
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