Cuando Mario despertó, el sol estaba en lo alto y el ambiente ya era caluroso, dentro de la miserable chabola improvisada en la que había pasado la noche, pero él notaba por dentro un desagradable frío, mientras el sudor empapaba todo su cuerpo. Sabía que dentro de poco empezarían los temblores, que no podría detener y que al cesar le dolería todo. El síndrome de abstinencia, el terrible “mono”, anunciaba su aparición, que sólo podría remediar si se pinchaba su dosis de droga.
Desgraciadamente, se le había acabado la existencia de ese veneno que se inyectaba, y no disponía de dinero para comprar más, por lo que debía darse prisa por conseguirlo, o las consecuencias serían muy dolorosas.
A su lado, tumbado en la misma sucia colchoneta, empezaba también a despertarse Ignacio, su colega y compañero de fechorías, tan drogadicto o más que él, al cual había conocido en uno de esos centros de desintoxicación para drogodependientes, al que había acudido para salir de tan sórdido mundo, aunque sin éxito.
“Levanta -dijo a su compañero-, que tenemos que salir a conseguir pasta para el “caballo”, o sino ya sabes lo mal que lo pasaremos.”
Como un sonámbulo, Ignacio se levantó, con los ojos enrojecidos y la boca pastosa, y le preguntó: “¿Cómo lo haremos? Ya sabes que nadie nos fía ya ni un gramo y tampoco nos queda a quien acudir a por dinero.”
“No te preocupes -respondió Mario- daremos un “palo” y algo sacaremos.”
Salieron de la chabola y se dirigieron a un enorme parque que conocían, y en el que sabían de rincones solitarios donde ya habían cometido más de un robo con fuerza, generalmente a personas ancianas o a parejas de novios que habían preferido darles dinero o joyas antes que enfrentarse a ellos, pues cuando el síndrome de abstinencia empezaba a actuar, podían volverse muy peligrosos, especialmente si usaban las navajas que solían llevar encima.
Ya en el parque, mientras buscaban alguna presa para su delito, Mario empezó a recordar la forma en que había llegado a ser un deshecho humano, a consecuencia de circunstancias personales muy traumáticas y adversas.
Él no había sido siempre así, pero la separación de sus padres, las malas calificaciones escolares, el fracaso en el trabajo y en el amor, así como las malas compañías le habían hecho caer dentro de una peligrosa espiral, en la cual sólo había encontrado evasión a sus males por medio de la droga.
Primero fumando unos “porros”, esnifando cola y después cocaína, para terminar inyectándose aquel veneno llamado heroína, del cual ya no había podido desengancharse.
Las veredas de aquellos jardines estaban muy solitarias aquel día, tal vez porque con el calor que hacía la gente esperaba hasta más tarde para salir a pasear, lo cual tampoco convenía a Mario y su colega, pues con mucha gente les iba a resultar más difícil emprender la huída, si las cosas salían mal.
Entonces lo vieron, caminando lentamente, apoyado en un bastón. Era un hombre ya anciano, que vestía un buen traje y parecía que disfrutaba de su paseo despreocupadamente.
Recordando su forma de actuar en ocasiones similares, se colocó en un punto del camino dispuesto a cortarle el paso, mientras su compañero se escondía en un lado de la senda, tras un árbol, dispuesto a salir por sorpresa para evitar que su víctima pudiera dar media vuelta y huir, aunque al caminar con bastón, no podría correr demasiado.
Cuando llegó a su altura, Mario se fué de cara al hombre y le dijo: “¡Dame lo que lleves encima!”., mientras en su mano apareció una navaja automática, cuya hoja surgió con siniestro chasquido.
El anciano se paró sorprendido, aunque su mirada ni su gesto demostraban el menor miedo; sin embargo echó una mirada alrededor suyo, como buscando una salida o que apareciera alguna otra persona. Vió entonces surgir a Ignacio detrás de un árbol, también navaja en mano, dirigiéndose hacia él con ánimo de cercarlo entre los dos y evitar que se escapara.
Para sorpresa de ambos colegas, el viejo levantó el bastón, no muy rápido, pero adoptando una postura defensiva, al tiempo que les decía: “Venid a buscarlo.”
“¡Vaya -pensaron los amigos-, el abuelo se las da de héroe!. Peor para el.” Mientras tanto, se fueron acercando cada vez más a su víctima.
Ya estaban casi encima del anciano cuando, como un rayo, se volvió dando un golpe con su bastón a Mario en todo el brazo, haciendo que su navaja saliera volando yendo a caer entre unos matorrales, mientras daba un grito de dolor.
Entonces fué Ignacio el que atacó, intentando clavarle su chaira por un costado, pero con inusitada velocidad el anciano le lanzó un terrible golpe a la cabeza, oyéndose un siniestro crujido mientras el muchacho caía desplomado.
Mario intentó entonces aprovechar la ocasión para intentar un nuevo ataque, y el hombre le acometió otra vez con su bastón, pero su ataque fué bloqueado a ser sujetado con fuerza para evitar que siguiera golpeándole.
En ese momento, el anciano lanzó una terrorífica mirada, mezcla de furia y sadismo, hacia su atacante, al tiempo que tiró de la empuñadura de su báculo, y en su mano apareció la hoja de un espadín, para sorpresa del joven, que vió con terror cómo le lanzaba una estocada certera, que le atravesó en mitad del pecho.
Sintió un agudo dolor, al mismo tiempo que el frío del acero, mientras el viejo, con sonrisa triunfal, tiraba de nuevo de su arma para desclavársela y, seguidamente volver a guardarla en el bastón que le servía de vaina.
Mario fué cayendo lentamente al suelo, mientras veía también en el suelo el cuerpo de su colega, y a la figura del viejo alejándose, esta vez apreciando en ella un cierto aire siniestro, a la vez que pensaba, mientras de él se iba apoderando una implacable negrura: “Si es que no te puedes fiar de nada. A veces las apariencias engañan…”.
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