En el silencio de la oscuridad
que preludia el madrugado
canto de los pájaros.
Donde se gesta apresurado
el bullicio de cada día.
Enfilan noctámbulas
las terrosas pisadas.
Escalones de subida
cubiertos de tierras extrañas.
Escalones de bajada
impregnados de periferia.
Caminos transitados
de pasos cansados.
Caminos envejecidos
de pasos madrugados.
Torpes desplazamientos
de almas sin sentido.
Apresurados pasos
de cuerpos sin destino.
Movidos por el alimento
y un poco de abrigo.
Por encima del andén
desgastado por la prisa,
sobre el piso lustroso,
coronadas de astillas
de metal filoso,
se amontonan huérfanas
las palomas sin nido.
Se abren las puertas
mientras apremiante
se escucha,
de las trompetas
el sonido,
clamando sacrificio.
El impaciente altar,
cubierto de excremento
y pequeñas plumas
se alfombra como
tibia lengua acogedora.
Los pequeños espacios
se tragan a las multitudes,
que se esfuerzan
por ser devoradas.
Violento el carro
cierra sus fauces,
comprimiendo
las vidas silenciosas.
Arrastrándolas
a temprana mañana,
en la naciente
jornada rutinaria.
Ruge el carro.
Avanza violento.
Por los oscuros túneles
escupiendo el viento.
Gritando con voz profunda,
a paso lento,
su cargamento anunciado.
Traga y escupe
aire viciado.
Mientras más traga
más satisfecho eructa
al final del trayecto esperado.
Vomita su carga,
de cuerpos dormidos.
Y en un sonido más
de trompeta, encendido,
anuncia su regreso
a los nidos vacíos.
Corren de regreso
los carros vacíos,
hinchados de suciedad,
inundados de hastío.
Descanso por fin sentado,
al interior del vagón vacío,
con la mirada puesta
en el suelo enmudecido.
Abundancia de espacios,
antes ocupados,
ahora desperdiciados.
Puedo ver a través
del borde de los ojos
como se agitan las formas
de colores deliciosos,
danzando como ecos libres
de la pesada carne,
del encierro asfixiante,
del fierro fundido.
Como felices fantasmas,
murmurando sumergidos,
libres de un pasado reciente,
entre la multitud escondidos.
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