En una tarde vieja le dije a la Cristina que el mango de don Nicolás estaba a reventar, que todavía teníamos tiempo de ir a cortar. «Ya es muy tarde», «no lo es», «y si llega mi mamá y no me encuentra me deja sin cabellos», «No. Vi que se llevó su librito de rezar y estará ocupada con el difunto». «¿Estás seguro?», «claro que lo estoy, pues mi mamá también fue al velorio, así mientras me subo al árbol, los corto y tú los cachas».
Eso se lo dije hace tres meses. Días después de haber hecho el corte dejó de hablarme y me evadía, ahora me hizo la seña de que me esperaba bajo el mango.
No estaba lejos, diez minutos a buen paso, el árbol vivía casi pegado al arroyo. Teníamos la misma edad y en la escuela nos llevábamos bien; por eso algunas veces hacíamos la tarea en su casa o en la mía. Y cuando terminábamos sonreíamos a la menor provocación. La Cristina me gustaba para novia.
Esa tarde habíamos cortado mangos verdes, cocoyos y otros de un amarillo que invitaba.
Le hincamos la muela, el diente y toda la arcada a los mangos. Sonreíamos y sonreíamos porque a ella y a mí se nos escurrían hilos dorados que llegaban a la barbilla y al cuello. En un impulso, se los quité del mentón y me dejó seguir como si ella fuese el mango. Se hacía de lado, pero fue cediendo y llegué al cuello y más abajo. La tarde se hizo parda, así que me embarré de mango y le dije: te toca a ti… «pensé que no iba a querer, pero sí quiso». Después destripamos más frutos. Y con la lengua y los labios sorbíamos el arroyo de dulce que regaba nuestros cuerpos. Regresamos sin mangos.
El árbol solo es dormitorio de tordos. Le reclamé a la Cristina por qué no me habla. «No me hagas caso, ya te platicaré». Entonces, la tomé de la cintura y la besé, ella no dijo nada, pero al tocarle sus pechos saltó hacia atrás y dijo que no. Que estaba asustada y ahora contenta porque la regla ya le había bajado, aunque con muchos dolores. Que mejor la viera en el patio de su casa en tres días, que sus padres se irían a la ciudad a visitar a un compadre. Antes de despedirme me dijo al oído: «cortas mandarinas…»
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