"¡Domitila!, ¡Cierra bien el corral de los pollos!"
"¡Domitila!, ¡Una buena ración a las cabras!"
"¡Domitila!, ¡Cambia el agua a los caballos!"
Los gritos de su marido, junto al replicar constante de tareas —por ella conocidas de sobra— eran colmillos desgarrando sus oídos. Hubiera querido decirle "¡Basta! ya sé lo que tengo que hacer" pero con él no cabía la queja o el reclamo. Desde hace mucho tiempo sus reparos habían sido silenciados a punta de golpes.
Hoy el rostro de Domitila tenía impreso el desencanto. La felicidad había huido la misma noche del matrimonio cuando él, sin ningún recato, la doblegó con violencia. Los días posteriores no fueron tan diferentes. Supo que a eso se resumiría su existencia. Por suerte, con el correr de los años, su marido había perdido interés en ella. Ahora sólo le resultaba útil para cumplir las tareas domésticas en la granja.
Domitila cerró los ojos y fue de vuelta a su juventud. Se recordó alegre, linda, inocente. Sus padres le dijeron que tendría una buena vida junto al granjero; o al menos eso creyeron todos, pues al conocerle, también a ella la engañó su apariencia. Le pareció atractivo, un hombre noble, grande y fuerte. La tristeza se disfrazó de suspiro que escapó de su boca, nada había resultado cercano a sus sueños. Un dolor profundo y punzante en su espalda la arrancó del recuerdo, no sabía bien si debido al trabajo tan arduo o por cargar tanta amargura, esta se había arqueado resultándole cada vez más extenuante cumplir con las exigencias de su jornada ¡Y todavía le faltaba hacer leña!.
Lo observó, él se encontraba muy cerca ordeñando las vacas. Fue en busca del hacha, luego miró los maderos, "partir en cruz los troncos". Sintió frío. Odiaba el frío. Odiaba la granja, su vida, los gritos, a su marido.
"¡Domitila!, ¡Que no pasen hambre los cerdos!"
El grito le perforó la paciencia. Por sus venas galopó la furia y tantos años de postergarse le renovaron la energía. No supo cómo, en un acto de arrojo, el hacha le pareció más atractiva en sus manos. Suspiró profundamente y convirtió esa fuerza en un aliento triunfante de libertad. Alzó el hacha. El golpe sonó seco en la cabeza del hombre: "Cumplido". Los cerdos no pasaran hambre, al menos por varios días.
M.D |