Era fácil imaginar que el lugar sería un pandemonio atestado de gente deseosa de presenciar el publicitado espectáculo y la opulenta y prometida cena. Era un bodegón extraño que se dividía en varias alas flanqueadas por mesones repletos de comensales prestos a digerir lo que se les pusiera por delante. Acudí con ella, borroneado su rostro al alternarse con el de mi anterior esposa, de tal forma que ella es la otra y viceversa, prestándose gestos, modales y actitudes. De todos modos, es innegable que se me confunden como la que es, constante y concreta y la que fue, envuelta en melancólicas evanescencias, pero eso no es lo importante sino la exacta impronta de ambas en lo grueso de su personalidad y la infaltable amiga fiel y confesora que por enésima vez la aparta de mi lado con la poderosa atracción de su mimosa lengua y los sabrosos sucesos para contar. Le recuerdo a mi esposa que la concurrencia va creciendo y se me dificultará cuidarle su puesto. Ella sólo sonríe y se aleja con su amiga. Coloco mi chaqueta sobre su asiento, precaviendo tener que estar dando explicaciones por ese lugar vacío.
“Usted debe comprender mejor a las mujeres, mi amigo”.
Extraña situación. La que me interpela es la misma mujer que se me ha aparecido varias veces en distintas ocasiones y ya la distingo porque siempre emerge delante de mis ojos en son de reprimenda. Sólo contesto algo entre dientes que podría traducirse como ¿y a usted quién le prestó velas en este entierro? Pero la mujer, pareciera que es experta en leer los mensajes masticados entre incisivos y molares y responde:
“No sea atrevido, don Gaspar”. Y sonríe maliciosa, lo que me desconcierta.
“No se preocupe mi amigo, su esposa ya viene. Sólo intercambia asuntos privativos de las mujeres con esa amiga suya. Mientras, yo me sentaré al lado suyo y le cuidaré el puesto”.
Acepto la propuesta que me libera de la desagradable situación de enfrentar a los que intenten ocupar la silla. Pero la mujer no me agrada porque es el prototipo de las señoronas que siempre se me han arrimado por cualquier motivo y después no sé cómo sacármelas de encima.
Pronto comienza el show con un grupo desconocido. Una niña entona algo melodioso, pero la baraúnda es tan grande en el amplio salón que muy poco se escucha. Sin embargo, los aplausos emergen desde todos los rincones, pese a que el escenario sólo es visible desde el ala en la que estoy instalado. Un individuo comienza a filmar con su cámara negra todo lo que sucede. Lo acompaña otro que lo secunda para sortear mesas y personas. Intuyo que esta celebración será parte de alguna campaña mediática y como ignoro a quién se pretende publicitar, me nace la inquietud de sentirme manipulado de alguna forma que no llego a visualizar. Pese al espectáculo prometido y las delicias a degustar.
La mujer se ha desprendido de su chaqueta y disfruta a sus anchas de todo lo que se ofrece. Incluso tiene el desparpajo de pedirme que le alcance una mayonesa que se encuentra al otro lado de la mesa. Me estiro, casi me recuesto sobre ella y después de varios intentos la agarro con dificultad. Sólo entonces me doy cuenta que la mesa es bastante ancha y los comensales del lado opuesto se visualizan apenas. Sonidos extraños, gritos y risas, acaso lo habitual en un festejo tan concurrido. Sin embargo, lo sorprendente es que el público apenas se distingue y sólo tengo la noción de esos mesones gigantescos alargándose en las distintas ramificaciones del lugar.
No conversamos con la mujer, al final de cuentas ha sido mi compañera de la noche y degusta sin contemplación alguna, todo lo que esté disponible. Reparo en ella y aunque su rostro es de facciones comunes casi rayando en la tosquedad, tiene un señorío en la mirada y algo muy indistinguible en su voz que se transforma en rasgos de fina dulzura. No me atrae, pero su silencio es respetable, pareciera acatar con ello todas las indecisiones que pugnan en mi espíritu a raíz de la huida de mi mujer con esa amiga tan inoportuna.
Ahora hay quietud en todo aquello, presumiéndose que los comensales se atragantan con las delicias ofrecidas, mandíbulas silentes que arrasan con bandejas y bálsamos alcohólicos, ensimismados seres que parecieran estar representando su papel de extras en un film en el que sólo son relleno.
Las horas transcurren sin provocar sensación alguna. Pareciera que se han sucedido días completos dentro de ese lugar, una maratón de consumo y relajo con esos seres subyacentes. Mi esposa no da señales de vida e intuyo que ha elegido compartir sus días con esa amiga chismosa que pareciera perseguirla. O quizás son varias las que se turnan para llenarle su cabeza con los pormenores de los demás. Aventuro que es posible que ese sea el oxígeno que le permita continuar con su existencia.
La mujer me contempla con fijeza y su mirada me congela. Siento en la médula de mis huesos que adivina todos mis pensamientos y es una idea aterradora que me impele a colocar en blanco mis ideas.
“Parece que no regresará, don Gaspar. Me refiero a su esposa”.
“¿Qué pretende usted?” le pregunto con la inquietud pulsándome las sienes.
Ella sonríe. Sólo sonríe. Después, con voz imperiosa, me pide que nos retiremos. ¡Vaya descaro!
“¿Cómo se le ocurre? ¡Mi lugar está aquí! Esperar a mi esposa aunque la fiesta finalice y todo regrese a lo de siempre”.
“No lo hará. Usted ya se dio cuenta que ella lo abandonó, porque no lo respeta, porque prefiere estar con sus amigas, con sus consejeras, con sus antiguas compañeras de siempre”.
“¿Qué sabe usted? ¿Acaso la conoce?
“No, Gaspar, lo conozco a usted. Y eso me basta para saber de qué manera se desarrollará todo”.
“¿Usted quién es? Me parece conocida, pero observándola con detenimiento, me es absolutamente extraña.
“Soy Conciencia. Quiéralo o no, siempre he estado cerca de usted. Conozco todas sus predilecciones y desencantos. Su existencia es muy curiosa para los demás. Para mí, nada de lo suyo me sorprende. Ahora, no perdamos más el tiempo. Vámonos ya porque ella no regresará”.
Las penumbras reinan y envuelven las largas hileras de mesones. Sólo se divisan los perfiles anónimos de la gente y sus rictus exagerados como si fuesen examinados a través de un caleidoscopio. Las paredes han desaparecido y son cientos de miles los seres que aguardan en sus mesas el alimento y la distracción, el vino que embriague sus conciencias masivas hasta transformarse en una argamasa informe e irresoluta.
Vivo con Conciencia. Y no se trata de ese conocimiento que tenemos sobre nuestra conducta sino una Conciencia de carne y hueso que lleva nombre y apellido. Curioso, pero real. No necesito expresarle todo lo que siento, ella lo intuye, lo sabe, sonríe y me comprende. Bajo esa premisa, es cómoda mi existencia. No me inquieta, no me cela, aguarda y sólo me contempla desde su rincón gris. Además, por razones que no atino a comprender, sus rasgos, sus gestos y sus acciones no se me confunden con el de mis otras esposas. De todos modos, a ellas ya no las recuerdo y sólo deseo que vivan sus existencias de acuerdo a sus propios intereses. Yo elegí a Conciencia.
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