En qué momento,
de aquellas mañanas frías
de blancos inviernos,
deje de agitar las aguas
con dedos inquietos.
Atrapar las filosas
dagas del frío
con los pequeños dedos
entumecidos.


En qué momento,
preferí unos zapatos secos
a sentir bajo los pies
el cristalino crujir
de la escarcha.
Saltar sobre las pozas
de agua congelada.
Presagio encantado
de destrucción anunciado.


Aquí escondido,
detrás de esta armadura
de huesos y carne,
dejé de sentir
el raco susurrándome
consejos ancestrales.
Tibias caricias
del aire encajonado.
Cariño desatado.
Emociones de la tierra
en besos otoñales
desbordados.


Atrapado detrás
de los cristales borrosos
se me hace lejano
el horizonte.
La realidad se oculta
con el sonido
de cada día,
en la naciente sordera
que se traga la vida.


El niño que gozaba,
de desafiar al viento
apoyado en unas
piernas inquietas
corriendo hasta
quedar sin aliento.
¡Hoy se siente burlado!
Meciéndose en la silla,
sentado, dormitando,
arropado,
escuchando el viento.


Quejas del adormecimiento,
de calambres y temblores,
y del paso del tiempo.
Lo cierto es
que el deseo
muere a manos
del dolor,
sin orgullo,
y sin recogimiento.