Recuerdo que fue un domingo en la misa de once de mi iglesia de NY. El domingo anterior a la misma hora yo había leído ‘la palabra’ sin ningún contratiempo. Pero ahora vino de golpe a mi recuerdo el comentario de un amigo: la visión humana sufre su primer percance a los cuarenta. Aunque no imaginé una exactitud tan matemática como la mía.

Y es que cuando fui al ambón para revisar lo que leería, tuve que llamar a un ujier para que encendiera los faroles que lo enfocaban. Pero nada pasó. Seguía viendo un montaje de letra sobre letra. Entonces creí que Dios, al haberme dirigido por el camino de la lectura en mi niñez, me dotó de la habilidad para interpretar con pocos detalles la palabra leída.

Pero cuando comenté lo sucedido con un hermano cursillista, éste me dijo, Pedro, te tengo la solución: vete al edificio ABC, de la calle X, en la cercanía del puente George Washington. Subes al piso Z y tocas la puerta del 3Z. Preguntas por fulano de tal, que él te resuelve eso. Él es empleado de una óptica y en su casa te puede hacer las pruebas de la visión. Tú terminarás pagando unos cincuenta pesos y saldrás de allí con tus lentes. ¡Es un tipo buenísimo!

Al siguiente día cumplí con la propuesta de mi amigo y lo único cierto fue que el señor tenía una abundante colección de espejuelos en la cocina. Lo de la prueba fue un fracaso y lo que caminó fue el tanteo original: ¿Lées con éste, con el otro ó con aquel? Pero que en el fondo la elección dominante era tú opinión. Cogí el que quise y el precio, sí, fue cincuenta dólares. Qué extraje de mi bolsillo.

Billete que le dí. Me despedí y caminé en dirección a la puerta de salida. Pero el amigo caminó rumbo a su cocina. Y al ambos dar diez pasos, yo miré la mesa de su comedor y él mi cara. Qué supuso apuntaba hacia el billete dejado sobre la mesa. Sé detuvo y volvió a recogerlo, mientras que yo, abrí la puerta de salida de su departamento. Para nunca regresar.