LA COSA PERDIDA
“Cuando las cosas cambian de dueño
cambian —a su vez— de destino”, G.C.V
La cosa se había perdido y no sabía desde cuándo, pues las cosas no avisan cuando se van a perder, además de contar con que ni se dan por enteradas del hecho de hallarse perdidas o robadas y no se preocupan en lo más mínimo por la suerte que puedan correr. Ellas ni siquiera poseen conciencia de su simple existencia ni la de sus angustiados dueños. Al final, nos enteramos de su desaparición cuando se les echa de menos o cuando —como en mi caso— llegué con urgencia a necesitarla.
De inmediato prendí la alarma y todo el mundo en la casa (mi mujer, mis hijos y hasta el perro) debía detenerse para emprender de inmediato una búsqueda colectiva y rigurosa hasta encontrarla.
Cada uno hizo reparos como bien lo supuse. Mi mujer dijo que debía salir al mercado o de lo contrario no habría almuerzo; Sergio, mi hijo mayor, se excusó porque estudiaba para un parcial de física cuántica en dos días; Luisa, la menor, dijo que estaba bañando a sus muñecas y que no podía dejarlas así porque les daría mucho frío y, hasta Zigfried, se arrellanó en su sofá y me miró indiferente; no obstante, tras mi llamado, vino solícito en mi ayuda. Le di a olfatear la caja donde se hallaba la “cosa perdida”, la cual no quería ni nombrar para no entrar en cólera. Luego de husmear a fondo, Zigfried salió corriendo por todo lado, latiendo con fuerza y con las orejas y la cola en punta como buen can de caza.
Yo, por mi parte, empecé una revisión minuciosa dentro de la habitación que era mi estudio. Allí casi nadie entra porque todos saben que es mi lugar sagrado y no me gusta que toquen ni cojan nada mío, tal y como yo respeto las cosas de cada uno. Cerré, pues, la puerta, y lo primero que hice fue recordar cuándo había sido la última vez que la vi o la utilicé.
Fue un regalo de mi padre que, a su vez, recibió de su propio padre, mi abuelo, Braulio (alma bendita que en paz descanse).
Se trataba de una navaja original de Victorinox Soldier, diseñada para la Swiss Army, perteneciente al abuelo Braulio que recibió como obsequio de un gran amigo suyo que estuvo en la primera guerra mundial. Es una navaja de cacha de cartón con resina que la hace parecer como de madera, de 84 milímetros y con 4 herramientas básicas: hoja principal o cuchilla, destornillador plano, un abrelatas de la época y un punzón muy agudo a pesar del tiempo.
Mi padre, aficionado a la caza, me la regaló a mí por ser su hijo mayor y el único de los tres que lo acompañaba en sus aventuras, sin que yo fuera muy adepto a su práctica.
Yo rememoro vagamente al abuelo y no olvido que la portaba siempre y sus herramientas (apenas 4) le eran muy útiles a cada momento. Qué pensaría el abuelo si supiera que ahora hay navajas suizas hasta con más de 35 funciones. Toda una caja miniaturizada de herramientas en el bolsillo.
La última vez que la saqué de su estuche de madera (que papá adaptó para guardarla) fue hace como dos meses cuando yo personalmente limpié el polvo de la biblioteca y de mis cosas. Me acuerdo de haber abierto la caja y tomar la navaja entre mis manos. Se sentía su espíritu bélico e impetuoso, quizá por el hecho de haber participado en una gran guerra. Siempre extraía sus 4 servicios para constatar que servía perfectamente, pues costaba esfuerzo abrirla.
No sé por qué razón se encariña uno con esas cosas que poseen historia y que se transmiten de generación en generación. Quizá me vea en un tiempo regalándosela a Sergio o, incluso, a mi primer nieto, saltándome la tradición familiar.
Pero si nadie ingresa a mi estudio y ninguna persona extraña a la familia ha venido (salvo doña Petra, un miembro más que ayuda a mi esposa con el aseo de la casa), ¿quién, entonces, en los últimos dos meses lo hizo?
La caja estaba cerrada, pero al abrirla la encontré vacía. Existen —a mi juicio— tres posibilidades: se perdió, la robaron o se esfumó misteriosamente; aunque con una prueba de dactiloscopia se lograría detectar huellas ajenas a las nuestras —pensé.
A la hora del almuerzo conté todos estos detalles a la familia y hasta Zig estuvo muy atento a la historia que no sé si ya la habría relatado antes. Ninguno reconoció haberla visto recientemente y hasta Luisa dijo no conocerla, ni saber bien qué era una navaja.
En eso, Martha, mi mujer, me recordó que mi padre había venido hacía como un mes y que era muy posible que él la hubiera tomado con algún pretexto o por algún sentimiento de nostalgia.
—No —dije de inmediato—, mi padre es incapaz de ello, es muy respetuoso, y si la quisiera ver o tener de nuevo, yo se la hubiera dado con todo gusto. Al fin y al cabo, a pesar de obsequiármela, seguía siendo suya, como también del abuelo Braulio, si otra vez la pidiera.
—No, sobra —repuso Martha—, que le preguntes con mucha prudencia, ¿no crees?
La idea me rondó toda la tarde y me daba mucha pena increpar a mi propio padre por ese espinoso asunto, sin embargo, era la pista más firme hasta el momento.
Al día siguiente, le dije a mi esposa que aprovecharía la ocasión del día del padre para regalarle a él una nueva navaja suiza moderna con 12 prácticas funciones: una Huntsman personalizada con su nombre o sus iniciales, muy apropiada para el viejo cazador que él había sido. No sé por qué nunca se me había ocurrido un regalo así. Le va a encantar y justo disponía del tiempo suficiente para ordenarla por Internet en la página de victorinox.com
Pese a eso, a la noche Martha quiso tranquilizarme con una argumentación psico-filosófica (muy propia de ella, puesto que es socióloga) de que las cosas aparecen cuando menos se piensa y cuando menos se les busca. Es como si las cosas perdidas poseyeran un espíritu burlón —me decía— y estuvieran jugando una mala pasada a sus dueños, por saber, nada más, si se preocupaban por ellas.
Llegó el señalado día y fuimos todos a visitar al abuelo Guillermo, mi padre. Él vive desde hace un año en un lujoso ancianato que parece más un hotel de 5 estrellas. Mi padre luce aún muy joven para sus 72 años, sólo que tiene problema de las articulaciones y le cuesta mucho caminar y desenvolverse por sí mismo. Él, por su propia iniciativa, fue quien buscó ese hogar para la tercera edad y lo paga con su pensión y sus propios ahorros. Aun así, sus tres hijos nos preocupamos por él y le visitamos con frecuencia, excepción de Mario que vive en Ecuador y viene cada 6 meses a saludarlo. De resto, entre Conny (mi hermana menor) y yo nos encargamos de sus necesidades básicas y de llevarlo a paseos, restaurantes, teatro y exposiciones de arte y fotografía que tanto le gustan. Adicionalmente, dada su óptima condición mental y de salud en general, él mismo pide a veces un taxi y va a visitar amigos con los que juega al ajedrez y conversa.
A la reunión llegué con mi familia, exceptuando a Zig que se quedó cuidando la casa. Casi al tiempo apareció mi hermana, mi cuñado Robert y mi sobrina Milena. Mi hermano Mario y familia se unieron por un largo rato a través de video llamada. Conny, siempre detallista, le llevó torta y estuvo muy regalado y la pasó muy contento, viendo en especial a sus nietos, a quienes adora entrañablemente, aunque Luisa, la nieta menor, es la niña de sus ojos, quien le consiente y le hace carantoñas.
Para entregarle mi regalo esperé el momento propicio y lo llevé a la azotea del edificio donde se observa una bonita panorámica de la ciudad. Una vez estuvimos solos le dije:
—Padre, te tengo un regalo que espero sea de tu completo agrado. Debí habértelo obsequiado mucho tiempo antes, pero no sé por qué razón nunca se me ocurrió.
Él recibió la caja finamente empacada y procedió a abrirla con mesura a pesar de su expectante ansiedad. La sorpresa fue enorme. Le brillaron los ojos y se le humedecieron con una furtiva lágrima.
—Hijo, esto es una maravilla. No puedo creerlo. Siempre quise una de estas, pero lo consideraba ya innecesario. Gracias, me ha llegado al alma —dijo— mientras miraba el certificado original y acariciaba con sus dedos las siglas de su nombre sobre la empuñadura de color negro. Por reflejo intentó erguirse de la silla de ruedas y me ofrecí a ayudarle.
Nos fundimos en un cálido, amoroso y largo abrazo, luego, ya sentado me dijo:
—A veces extrañaba la navaja de tu abuelo, ¿sabes? Fue mi compañera en todos mis viajes por el mundo.
—Vea, pues, qué increíble, papá —comenté sin darle mayor importancia—. Pero si aún la extrañas te la puedo devolver —dije lanzándole el preparado anzuelo.
—No, hijo, ni más faltaba —repuso—. Esa navaja es tuya; empero, ahora que lo mencionas, la semana pasada en un extraño y enigmático sueño, tu abuelo Braulio me preguntó que si aún conservaba la navaja suiza, ya que la necesitaba...
GerCardona.
Bogotá, junio 16 de 2022
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