Existe una aristocracia de la palabra. Y me explico. Es el verbo perfecto en su pronunciación y estampado a fuego en la piedra. Llama a la genuflexión, al magnetismo, fe y carne devorándose por igual en templos en construcción.
Mirta escribe y sus palabras se ordenan en las carillas con bastante prolijidad. Su redacción es impecable, oraciones que se van engarzando unas con otras provistas de un algo que las distingue, existe corrección en el tramado, pulcritud en las oraciones, amor y vitalidad en su empeño, mas, todo aquel acabado, esos bronces, aquellos cortinajes, el reluciente piso en el que se aposenta la trama, todo aquello carece de fondo, de sentido, de una mínima trascendencia. Y ella lo sabe, de su caja de herramientas no emerge ni la magia ni el magnetismo y su obra es un follaje disperso en un otoño sin inspiración, emparentado más bien a una terminología forense o a un tratado de los invertebrados.
Alfredo, por el contrario, es un prestidigitador de las palabras, las atrae sin esfuerzo, con elegancia y estilo y estas sobrevuelan apenas antes de acariciar su piel y posarse en el lugar predeterminado por los hados. Es un virtuoso. Y él también lo sabe y si bien oculta su envanecimiento, conocerlo es entender de qué manera azarosa se atraen los dones con otras particularidades que podrían ser objeto de repulsa y sin embargo se hermanan, creándose una química imposible de comprender.
Pero Mirta lo ama y lo desea y uno pudiera imaginarse que es el influjo de ese maridaje espurio e incomprensible el que atrae a la mujer. Ambos escriben para una editorial emergente y el que se lleva las palmas es Alfredo, mirando desde el altar de su omnipotencia la obra intrascendente de su admiradora. Incluso, le consintió citarla a un restaurante emplazado en un barrio elegante y allí permitirle que las miradas de ella lo embadurnaran de vanidad. Mirta creía soñar y deslumbrada por la cercanía de su admirado personaje, sólo disfrutaba de sus gestos elegantes y de su lenguaje de cristal pulido. Sólo cenaron y bebieron champaña y finalizada esta concesión del eximio escritor, ella se despidió entre suspiros y él entre bostezos.
Alfredo ha iniciado una nueva obra. Esta vez tratará sobre los dioses del Olimpo y los terrenales defectos de quienes los crearon. Sin mencionarlo, él se imagina en la piel de Zeus administrando los etéreos dominios de su reino. Asimismo, es también el Apolo poseyéndose vanidoso. En el fondo, su vanidad está incrustada en su esencia y la transmite amplificada por medio de sus letras, ampulosas, marmóreas, irresistibles.
Mirta, a su vez, ha escrito un tratado sobre el amor a primera vista. No se engaña, por supuesto. Ella ama, admira y también envidia a ese dios omnipotente investido en un escritor magnifico e inalcanzable. Se tortura buscando ese fuego, aunque sabe que no está al alcance de cualquiera. Sus trazos apenas encienden una modesta fogata entre las medias luces de un cielo imaginado. Y sufre. Y lo intenta, una y otra vez, pero la enerva su propia tibieza y su intención que no es capaz de plasmarse en el papel.
Con todos los bemoles que la inquietan, vende, porque dentro de todo su modesta correlación de personajes y escenarios, se irradia una ternura que encandila. Ella, sin embargo, desearía ser la más modesta de las deidades en tanto los ojos del dios dominante se posaran en ella.
Mas, esa tarde, Mirta lo ha sorprendido riéndose descaradamente de sus obras. Esas carcajadas vulgares, impiadosas, tuvieron el poder de provocar un rasgón en su pulcra imagen. Nada puede ser peor que transformarse en espectador privilegiado del estrepitoso derrumbe de quien ha estado en un pedestal. Y Mirta lo sufrió y digna lo calló y ocultó su rabia y una pena palpitante que le desgarraba el pecho. Y cuando se toparon más tarde, le sonrió, pero ya perdido el brillo de la fascinación, sólo fue una mueca triste y dolorosa. Alfredo, obnubilado por el fatuo fulgor de sus propias guirnaldas, no lo captó. Su obra tomaba forma y estaba convencido que sería su creación máxima, en donde la mitología, la filosofía y un pulcro y bien urdido maridaje entre las más excelsas disciplinas, pronosticaban un éxito rotundo.
Pero las letras y la imaginación y la vida misma amalgamándose en cualquier obra, fraguan algo sensible, legítimo y pese a un lenguaje sin demasiadas luces y sin embargo escrito desde el corazón, crean algo que emana sinceridad.
Pues bien, la obra de Mirta fue un éxito rotundo de ventas y ello la catapultó como una escritora que dialogaba con su propia alma.
Por su parte, Alfredo no mezquinó recursos para escribir una obra tan densa y tan profusa que terminó transformándose en algo engolado, sin fuerza, paupérrimo en contenido pero con una sobredosis de personalismo. La crítica lo destrozó y claro, su vanidad no lo resistió y después de esta pésima experiencia, emprendió un largo viaje hacia regiones desconocidas.
Ella lo lamentó, porque su generosidad era capaz de apartar cualquier resentimiento oscuro. Y porque lo admiraba y si bien no mezclaba ya cualquier consideración amorosa en aquello, sintió que está situación la inspiraba para escribir algo más contundente. Y las palabras se hermanaron, se fundieron y trazaron arcos iridiscentes que provocaron una luminosidad tan auténtica y a la vez tan deslumbrante, que el fuego, el esquivo elemento por fin apareció y dio paso a una obra sorprendente que dio paso a una carrera sólida y repletísima de luces.
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