Antes de conocerle, llegó a mi hogar la noticia de su existencia. Y creo, alguna vez, haberle visto salir de una casa de las más antíguas de la calle San Francisco. Algo que no me permite afirmar que viviera en ella. Sin embargo lo cierto es que a su nombre lo antecedía un bendito rumor: “leyó tanto que enloqueció”. ¡Y qué bueno que jamás el uso de los ‘dedos’ en el presente conducirá a tal cosa!

Era alto, de facciones finas, un tanto gordo y con voz desproporcionada con lo descripto hasta ahora. Ocurriendo que a mis trece, una tarde que descendía por la acera frontal del viejo liceo de la Castillo. Al llegar al parque que se extiende hasta la Restauración, giré a la derecha y subí a su calzada. Fueron doce o quince los pasos que dí, cuando álguien más pesado que yo, aceleró los suyos.

Entonces, defensívamente quise correr. Intención que fue captada por mi persecutor. Quién Añadió un silvato al estrépito que había provocado. É instintívamente miré hacia atrás: Y lo que ví, casi logra detenerme. Ya que un rostro de amplia sonrisa se esforzaba en humedecer el sonido usado para aquietar me.

¿Cómo te llamas? ---Sé lanzó. Pedro---le respondí--- lograda la tranquilidad. ¿En qué curso estás? ---tirándome otra interrogante. En séptimo---le contesté. Pero no paré la marcha, a pesar de la ternura que el hombre le impregnaba al sonido salido de las cuerdas vocales. ¿Quién ganó la batalla de Las Termópilas? ---Arremetió. ¡Los Persas!---y la respuesta me salió del alma. ¿Y cuál es la capital de Mongolia? ---Pregunta que percibí como el escape de un disparo. ¡Ulan batar!---le grité con alegría.

Luego, redujo el ritmo de sus pasos hasta dejarlos como antes. Momento en que otra vez volví mi rostro hacia él, para verle levantar un dedo en señal de aprobación.