Agradecí al conductor y bajé del taxi. Una breve charla había tenido lugar durante el viaje.

Le conté de mi afición al deporte y él, un hombre que ya pintaba canas me confesó que hacía ya mucho tiempo que llevaba una vida sedentaria.

Atravesé el umbral del club y caminé hacia los vestuarios. Allí fui blanco de las bromas habituales de mis amigos, y también los hice reír con algunas de mis ocurrencias.

En 10 minutos estaba listo. La ropa adecuada, con la protección, y el infaltable elemento que era todo un símbolo de la actividad.

Un pasillo de unos quince metros me conducía al salón.
Al dar la última vuelta y salir, mi maestro daba por terminada una conversación telefónica un tanto disgustado:

- Me extraña, Fernández, usted me conoce. Yo no soy así. Sabe que no voy a poner a nadie entre la espada y la pared – dijo muy serio.

Luego cortó la comunicación y apoyó el teléfono en el banco.
Giró, y al verme, me saludó tomando sus elementos.


La clase de esgrima comenzaba.


.


.

Marcelo Arrizabalaga.
Buenos Aires, 18/3/2019.