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Leí por allí que nuestra memoria tiene el poder de reescribir los recuerdos cada vez que estos son invocados, de tal manera que lo que nos sucedió allá lejos en el tiempo no se asemeja en nada a lo que alguna vez contamos con sutiles toques de melancolía en nuestras pupilas. ¿Puede ser así? ¿Tan mentiroso era ese sol que todavía relumbra en mis sentidos iluminando parronales y aquellos cactus de agujas infernales que hicieron sangrar tantas veces mi inocente curiosidad? La ciencia, las investigaciones y los irrevocables datos (tan irrevocables, que ceden no bien otra investigación más acuciosa los desbanca) tienen la virtud de tornar en superstición todo aquello que era nuestro credo. Y no queda más que resistirse a aquel imperativo, aquella sentencia que nos transforma merced a un principio en seres de memoria engañosa, titubeantes párvulos en medio de la neblina creando metáforas de lo que supuestamente sucedió.
He contado retazos de mi vida en esta página y juro que el dibujo de aquello todavía lo tengo claro en esta mente, es un esquema cincelado en las rocas, ¿qué digo si la persistencia de las aguas va desvirtuando su forma de tal manera que los propios geólogos desconocerían su morfología primigenia? Quizás sea lo mismo que sucede en los recónditos misterios de la memoria.
A propósito de todo esto, recuerdo un suceso de larga data. Tendría seis años y una noche en que jugábamos en la oscuridad del patio de una casona de la cual mis padres arrendaban una pieza, creciente la algarabía de gritos y risas, yo reparé en una gota de luminosidad. Separándome de la baraúnda amasada por el entusiasmo de mi hermana y primos, me aproximé seducido a lo que descubrí que era la cerradura de una puerta. Allí aproximé mis ojos, sin sentir culpa alguna, los niños son curiosos por esencia y yo me adscribí a tal franquicia. Lo que contemplé embobado, y aquí apelo a la realidad insobornable de lo que apareció ante mis ojos: un cuerpo delgado y armonioso, una piel alba iluminando la pequeña pieza y sus senos de cónvexa fascinación coronados en su centro por dos pezones rosados. Descubrí que la poseedora de tales dones era la prima Alicia, muchísimos años mayor (la llamaré así para respetar su verdadera identidad). Recuerdo el haberme surgido una extraña sensación en la que se mezclaba un miedo profundo hermanado a esa especie de seducción que revoloteó en mi cabeza y que se quedó allí, agazapada. A mis cinco o seis años, este inusitado hecho despertó algo oculto en mi mentalidad en ciernes, un descubrimiento de piel y emoción que abría cauces de un modo impetuoso.
Estoy seguro de no haber omitido ni exagerado nada. La situación permanece intacta en mi memoria: la calidez amarillosa de la ampolleta de esa habitación, las murallas blancas, el bullicio a mis espaldas y yo imantado a ese agujero de luz, contemplando algo inédito, memorable. Algo que ningún principio, por sentencioso y formulado tras largos estudios que esté investido, podrá borrar.
Como tampoco se podrá borrar de mi memoria la dolorosa noticia aquella que una tarde descolorida de otoño llegó a mis oídos. Alicia, la misma dibujada a través de ese ojo de luz muchísimos años atrás, había perecido víctima de sus propios demonios. Nunca superó su depresión y por su propia mano borró de golpe los inextricables nudos de su existencia. Ella profesaba un culto evangélico del que había sido pionera, empeñando mucho de sí para la consecución de dicho objetivo. En esa misma iglesia, o lugar de oración, fue velada y yo concurrí para brindarle mi última despedida. Mala jugada del destino o descoordinación con las horas y a resultas, el recinto estaba cerrado y sólo debí retirarme triste y tan acorde a los lamparones grises de aquella tarde.
Sea como fuere, nunca a nadie, hasta ahora, le comenté ese acto de núbil mirón fascinado con ese milagro de luz que escapaba por la cerradura. Fue una situación fortuita que como tal la respeté y jamás la divulgué. Y en eso, rescato el respeto, la intimidad de aquella y mi juramento tácito de callar algo de lo que me apropié en esa noche de jolgorio y carreras en ese patio rectangular sumergido en las sombras.













Texto agregado el 01-06-2022, y leído por 171 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
08-06-2022 Un pequeño e inocente voyeurista, que de repente se encuentra con una visión maravillosa e imborrable. La memoria puede ser todo lo infiel que quiera, pero aquel recuerdo de la niñez, aún modificado o desgastado por los años, es una pequeña joya que nunca se va a olvidar. Hermosa historia, amigo. maparo55
01-06-2022 Un recuerdo prodigioso, relatado con suma maestría. Estoy segura que los recuerdos podrán varias algo en su forma, mas no en su esencia. Excelente, querido. Un beso. MujerDiosa
01-06-2022 Qué lindo volver a leerte. Sin duda hay recuerdos que nunca se olvidan, quedan allí en nuestro subconciente, parecen dormiditos pero están atentos y fluyen. El ojo de la cerradura tiene atracción muy particular, dificil de renunciar:´la curiosidad´, ¿aquello que no se ve a vista de todos qué será? Al leerte no pude evitar recordar algunas cosas que descubrí, siendo niña, mirando tras el ojo de la cerradura. Me encantó tu historia querido amigo. Shou
01-06-2022 —El ojo de la cerradura, excelente tema para explayarse en crónicas y cuentos con misterio, intriga, secretismo y voyerismo, por ser el ojo que permite entrar en mundos secretos y/o vedados al ojo intruso que busca y encuentra lo que posiblemente no quería ver ¿O quería ver? Excelente relato de situaciones vividas. —Saludos y un abrazo. vicenterreramarquez
01-06-2022 Me hiciste acordar de mi primer recuerdo, o el más viejo que tengo: mi abuelo en la vereda sacándose de la boca una pelota llena de dientes. Yo no llegaba a los tres años porque él murió meses antes de que los cumpliera. Durante años han querido convencerme de que ese recuerdo no existió. Pero sí, todavía recuerdo cómo mi mirada deformó su dentadura postiza. Igual, en definitiva, somos lo que recordamos, ¿no? Qué bueno leerte. Abrazo. MCavalieri
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