El año que nos encerraron, todo cambio. Argentina se convirtió en un guetto donde para circular necesitabas permisos especiales. Se controlaba todo.Probando hasta que punto eramos capaz de agachar la cabeza. La prevención del virus, una excusa.
Muchas ciudades como la de Mercedes, fueron literalemente valladas. El acceso era uno solo y en los demas pusieron terraplenes o fosas para no poder pasar con los vehículos. Y se te agarraban, te hacían una causa.
En poco tiempo empezamos a extrañar la libertad. Lo único que nos dejaban hacer era solamente unas compras o sacar el perro. En casa nos peleabamos para ver quien hacía los mandados, y cada día -bolsa en mano- nos alejabamos unas cuadras más. Recuerdo que llegue a caminar veinte cuadras hasta un supermercado y llegue a casa con una extraña felicidad. Los chicos se peleaban para sacar a Patan, nuestro ovejero. Con barbijo siempre puesto y documentos se encontraban con sus amigos en las plazas. Algunos paseaban gatos y hasta me animo a decir que vi un conejo con correa. Lo cierto es que los perros orinaban y defecaban a su gusto, como nunca.
Cada uno en su pequeño mundo quería romper las reglas de la cuarentena impuesta por nuestro mandatarios, que nosotros mismos pusimos a que nos manden.
Solo mucho tiempo después. Nos enteramos de que ellos tampoco cumplían su propio decreto. Te digo lo que hagas no lo que yo hago.
Con el tiempo mi trasgresión de ir a comprar pan unas cuadras mas lejos, no fue nada comparado con las fiestas que se hacian en la quinta presidencial.
Y hoy también me doy cuenta que mientras nosotros sacabamos a los perros, otros nos lo metian.