¿Por qué algunos textos que se escriben salen tan melcochosos, tan cursis, tan llenos de miel? Este me salió así, aunque la intención original no fuera esa.
Conocí a la maga siendo ella muy joven, quizás dieciséis o diecisiete años. Ella no sabía que era maga, yo tampoco. Es cierto que desde entonces hechizaba con su sonrisa y su voz mesurada, tranquila, atributo que no siempre es algo inherente a toda mujer adolescente y bonita. Todos los días la veía pasar acompañada de dos muchachas como de su edad o de algún chico; verla, me animaba a querer acercarme, tratar de ser su amigo.
Un día me animé a saludarla, se sonrió y contestó a mi saludo. No perdí la oportunidad de platicar con ella; desde entonces la busqué en todas las ocasiones que podía, haciéndome el encontradizo, pareció agradarle mi compañía. Nos hicimos amigos, pero la verdad es que me gustaba más que solo como amiga; sin embargo, no me animaba a saltar al vacío. Por fin, una tarde soleada le confesé que deseaba que fuéramos más que amigos. Se quedó muy seria, luego sonrió como solo ella sabía hacerlo y no dijo ni sí ni no.
Pasaron varios meses, yo no insistí más. Seguíamos tan amigos como antes, salíamos juntos a muchas partes: al cine, fiestas, parques, conciertos. Todo eso de pronto se terminó. Me dijo que se iba de ahí, que sus padres se mudaban a otra ciudad. Y se fue.
Reencontré a la maga cinco años después, seguía igual de bonita, con su sonrisa de sol, la misma voz mesurada y sus hermosos ojos color de miel, de ésos que no se olvidan. Continuaba sin saber que era maga, también yo. Me abrazó, me besó en la mejilla, dijo que estaba feliz de encontrarme. Me sentía igual. En ese momento me prometí que no la perdería de nuevo. Encontrar a la mujer de tu vida (que ahora tenía veintidós años), saber que lo es y poder conservarla, no resulta nada fácil. Supe que para mí, esa mujer era la maga.
Una noche cálida, de confesiones íntimas, me dijo: “quiero que me hagas el amor”. Creí entender mal, pero no, sí quería. Esa noche ella no descubrió que era maga; pero yo sí. Bebí la magia de su piel café con leche, de unos labios tibios que recibieron a los míos con ansiedad desbordada, y de la asombrosa sorpresa de su sexo, manantial inacabable de dones que como una epifanía, me descubrió que ella era una maga.
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