Cuando mi barrio entre la calle Duarte y la Castillo, partiendo de la Ancha, lucía como un brazo izquierdo colgante. Sus ‘dedos’ eran calles que al elevarse, perdían esa categoría, para convertirse en meros caminos. Entonces, todos acoplaban con su ‘antebrazo’ que al ponerse directo con la orientación norte de la Castillo, seguía subiendo más o menos de forma recta.
Y así entre árboles frondosos: Mangos Maracatones, Limoncillos, Aguacates, Naranjos, Caimitos y Guamas. De repente estábamos frente al portón de entrada de la capilla del perpetuo Socorro. A cuya derecha había(hay) una casita de mediana altura, qué en caso de tener su puerta abierta, permitía ver colgando en su interior enséres hechos de cueros.
Y hablo de correas, cinturones y todo tipo de arréos. Que incluía todo lo básico para cabalgar. Sin embargo, lo impresionante para mi, era que tras todo, había siempre un hombre un tanto bajo, rubio y hasta, sí mal no recuerdo, de ojos azules. Quién opuesto a nuestra tendencia, me asustaba. Y no podría explicarlo. Sería lo fija de su mirada, lo áspero del sonido de su voz o lo chillón del relinche de su caballo en la parte de atrás.
Hasta que una oscura tarde, mientras ejercía mi oficio de cuidar la barbería de mi abuelo. Al momento de voltear la página del muñequito de Tarzán que leía, sentí el resoplido brusco de un caballo junto a la puerta del negocio. Viré mi cara en su dirección y ví bien entrada una espuela en la panza del animal, pero también más arriba noté un puñal que por falta de estatura del dueño, sobresalía de su cintura. Y luego, estaba una cabeza que le costaba aguantar a su sombrero.
Pero antes de recuperarme y avisar al peluquero, sonó desde mi patio una fuerte voz de alerta: ¡Pedro, díle a Amancio, qué no lo puedo atender ahora!
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