Hoy es domingo. Vine al cementerio a visitar a mis muertos. Les he traído flores. Platico con ellos, les cuento mis cuitas. “Los extraño un montón - les digo -, ya no están conmigo y me siento muy solo”. “Quédate con nosotros - me animan -, si estando vivo nadie te pela, vente para acá. Hay tanto muertito aquí, que a cada rato tenemos pachangas y todos estamos invitados”. Lo medito unos minutos, creo que tienen razón, muerto voy a estar mejor. “Espérenme un rato, voy por una cuerda, me cuelgo del pescuezo de ese árbol frondoso que está ahí, y estoy con ustedes”.
Me largo por la cuerda, estoy tan animado con lo que voy a hacer, que no tardo en regresar. “Ya estoy de vuelta”, grito entusiasmado. Todos mis muertos me vitorean, me incitan a que me cuelgue ya. Pero conforme monto la cuerda en el árbol y busco la forma de hacerlo todo yo solo, me empiezo a desanimar. Si me cuelgo, ¿quién les va a rezar a todos mis muertos y pedir por el eterno descanso de su alma? ¿Quién les va a traer flores de vez en cuando para que sus tumbas no se vean abandonadas, como se miran muchas? ¿Y ya colgado, quién me va a enterrar a mí? Además, ¿quién soy yo para atentar contra el don precioso de la vida?
Recojo mi cuerda y les digo: “Gracias amados muertos por querer estar conmigo, pero, aunque estoy solo como perro sin dueño, estando vivo también puedo venir a verlos y gozar de su presencia, aunque ustedes estén en el más allá y yo en el más p´acá”. Y los dejo ahí, mientras yo, salgo muy triste del cementerio.
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