Obedeciendo a una postura semi-oblícua de parte del centro del pueblo, en mi niñez los aguaceros vespertinos sacaban de su quietud a mi abuelo. Quién montándome en la parrilla de su 28 negra, me recogía en la escuela República de El Salvador. Pero al llegar a la calle Sánchez tenía que enfrentar un brazo de mar. Y allí pasaba de todo, menos dejarme caer.

Luego contar la hazaña a la abuela, era también un deleite por su narrativa. Y mejor aún era, qué al llegar gritando sin el encargo traído de la pulpería de los Gil y el cambio de la moneda de cinco, era buscar al agresor, Colín disimulado bajo su camisón. Para de regreso pecharme levantándome en vilo y en medio de mi llanto, contar a la abuela la persecución.

Pero, no era menor el placer, de que me usara para llevar una gran tasa de café a un preso(a) en la fortaleza. Y desde casi el final de la calle Independencia hasta el comienzo de la San Francisco, era el equilibrista que sin perder una gota, le miraba entrar caliente en los buches del detenido(a) y frente al azorado guardián de turno. Qué siempre terminaba escuchando una historia favorable al que tomaba el retinto.

Sin embargo, todo era superado cuando el abuelo me alzaba hasta el lomo de uno de sus caballos. Siempre cruzando el río Jaya por un paso diferente y entrando por tríllos para expertos que iban a tener a su natal comarca de Bijao. Donde nos recibían ojos de miradas turbias, que escondían una calidez de antaño. Legalizada por el niño que siempre resultaba con un desuello en el punto de unión de sus muslos. Pero que era olvidado con el galope del potro y los huevos fritos de la señora de los ojos huidizos.