En los días de mucho calor, solíamos ir al arroyo a darnos unos buenos baños.
Si bien era un pequeño curso de agua, para nosotros, niños pequeños, bañarnos allí era una gran diversión.
En el tramo de mayor profundidad, apenas alcanzaba la altura del cuello del niño más alto del grupo, que, en definitiva, al ser el de mayor de edad, era quien nos indicaba a nosotros las precauciones a tomar en cuanto a los baños en el lugar.
“Ustedes pueden ir hasta el alambre”, nos decía nuestro “instructor”, señalando un alambre que atravesaba el arroyo a una altura de veinte centímetros sobre el nivel del agua.
Y como consecuencia de esta limitación, nació el desafío, y con él, el afán de cruzar al otro lado del alambre.
Esto no era posible en presencia de nuestro “instructor”, así que, un día que él no vino, nos dijimos que era el momento adecuado para arriesgarnos.
Lo recuerdo perfectamente, me agarré del alambre y pasé mi cabeza por debajo y sin soltarme miré hacia el otro lado y sentí un escozor en la piel, un miedo súbito, como si de ese lado del alambre estuviera corriendo algún peligro desconocido.
Eso pasó hace muchos años. Hoy, siendo ya un adulto, volví en una visita ocasional a los campos mencionados y visité entre otros lugares, el arroyo conocido.
Y aquí está el punto. Sin ni siquiera desvestirme como para darme un baño, sólo mirando el mismo punto del arroyo, y recordando esas escenas, pude sentir en todo el cuerpo el mismo escozor y la misma sensación de angustia, tal como si estuviera volviendo a pasar para el otro lado.
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