Todos hablaban maravillas de esa experiencia, pero yo no tenía muy claro de qué era que hablaban.
En el grupo de amigos, varios de ellos compañeros de clase, yo era el menor.
Era desagradable quedar siempre marginado de las conversaciones de mis compañeros, casi siempre referidas a compañeritas de clase o algunas vecinas de nuestra edad.
Siempre fui muy tímido, y tal vez por eso mis amigos no me introducían en esas charlas tan «adultas», que, sin decirlo, parecía que no eran temas en los que yo pudiera participar.
Ya avanzado el año lectivo, nos cambian la profesora de Idioma Español, y llega una docente muy joven, no muy bonita, pero delicada y graciosa en sus movimientos.
A mí, que tenía el número dos en la lista de la clase, en segundo año del secundario, me correspondía, siguiendo el orden de derecha a izquierda, el segundo banco, de la primera fila.
Y, un día, sin querer, miro las piernas cruzadas de dicha profesora, bajo su escritorio. Y pude sentir algo nuevo, diferente, agradable, pero incomprensible para mí.
Pensé que era una falta de respeto seguir mirando, así que aparté la vista y no volví a mirar.
Esa tarde, ya fuera de clase, y charlando con mi amigo de confianza, se lo comenté. Él me miró como no entendiendo nada y se rió mucho, tanto, que me hizo ruborizar.
No obstante, me dijo que había comprendido lo que me había pasado y que era hora de que «debutara», extraña palabra para mí, pero que luego la comprendí.
Para esa noche, mis amigos decidieron concurrir a un lugar, en el cual yo iba a poder tener mi primera experiencia: mi «debut».
Ya me habían explicado adónde íbamos a ir.
Era una vieja casona en los suburbios de la zona en donde vivíamos. Techo de chapa, piso de tierra, un calentador con un ladrillo encima, que oficiaba de estufa, un lugar frío, en un entorno deprimente. Prácticamente, me empujaron hacia una puerta que se abría.
—Dale, te toca —me dijeron mis amigos entre risas.
Cuando salgo, luego de unos minutos, me preguntaron ansiosos:
—¿Y… cómo te fue?
—Bien —respondí, notando que un calor abrasador me subía a la cara.
—No pudiste, ¿no?
No contesté nada. De todas maneras, no me hubieran entendido.
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