Hace un par de años, el barrio era mi casa. No tenía fronteras. Pasaba y paseaba de aquí para allá, sin pedir permiso. Tren, colectivo y/o auto eran mis transportes, dependiendo la comodidad y el tiempo que disponía.
Al acercarse en el tiempo, la frontera empezó a ponerse más firme como si hubiera una trinchera que me impedía traspasarla. Las caminatas empezaron a ser cada vez más necesarias y los viajes hacia lugares ajenos y lejanos, eran más escasos. Mis ganas aun luchaban contra el poder y siendo un anarquista, pude romper esa frontera, pero mis fuerzas hacían que tuviera que elegir mis batallas. La estación de tren empezaba a quedarme lejos y el escalón de los colectivos, una utopía en tiempos de guerra. La frontera iba cediendo y mi casa iba achicándose.
Al pasar el tiempo, dependía de alguno de mis hijos. Las salidas se definían por un médico, una farmacia o comprar comida. Mis piernas, pasaban factura de tantas cuadras caminadas, y elegían su propia batalla. Almacenaban energía y descansaban para algún evento. Mis movimientos eran más lentos. La frontera sigue acercándose y mi casa es aun mas chica, un par de cuadras nomas. Ya no hay trenes ni colectivos a los que subir. Mis viajes se definían por algún paseo familiar en el asiento delantero de algún auto.
Hoy estoy acá, casi sin poder moverme. La frontera me rodea con sus brazos y me aferra a esta cama. Tengo 88 años y mi cuerpo me pasa factura. Las enfermedades aparecen por doquier y mis horas se pasan mirando tele y tomando pastillas. Hoy necesito ayuda. Mis viajes son al baño o algún otro compartimiento de la casa. La frontera está cerrada y cercada.
Esta es mi vida, esta es mi casa, esta es mi vejez.


@nahuelroig24