Recuerdo que llegué a vivir a su casa, posíblemente una tarde. Y lo deduzco de que en poco tiempo lloraba en medio de la oscuridad. Era un llanto profundo y con intenso dolor. En extremo justificado por haberme separado de la mujer con la que estuve 1, 095 días, más 270 en su interior. Luego supe que me habían librado del contagio de la pandemia de turno.
Pero lo cierto fue que nacía a un nuevo patrón de vida. Y que vine con mi hermana a otro hogar. El de dos abuelos que habían perdido el hábito de la crianza de niños, pero que seguían abiertos al novedoso aporte de los nietos. Aúnque por puro innato egoismo, sólo me enfoqué en las obligaciones tejidas a mi alrededor.
Dominando, entre ellas, la del asunto de los mandados. Actividad que me dió a conocer entre los comerciantes clásicos del barrio. É introdujo mi atención en las formas de comprar de los abuelos. Qué ciértamente eran de distintos estilos. Él, barbero. Élla, dueña de un rancho que rentaba por partes. Lo que significaba, dos niveles diferentes de ingresos.
El de las monedas diarias, del abuelo. Que iban a parar a un bolsillito perpendicular con la bragueta de su pantalón y el de los pesitos sueltos de la abuela. Que morían en el cajoncito de su armario. Pero el bolsillo simulado de debajo de la correa del barbero, funcionaba con la fuerza de gravedad. Que era una trampa contra la subida. Y con mucha brega de un índice amaestrado en contra, salían algunos cheles: uno para el azúcar y una hora después, otro para la aceituna y la alcaparra. Mientras, que los billeticos planchados de la abuela, parecían muy grandes para el cheléo diario.
Y yo en el centro del trajín. Y la abuela, niño, pídele para el ajo, para la cebolla, para…. Hasta que el hastío de pedirlo todo y la negación al vuelo de los papeles de la abuela, generaron la llegada del fiáo. Qué cómo recurso de compra, desde entónces, lo he rechazado |