Dolor de muela
La luz del amanecer sorprendió a don Prudencio sentado en su cama con la mano derecha apoyada en la cara y una expresión de dolor pintada en el rostro: un fuerte dolor de muela lo mantuvo despierto toda la noche anterior, que fue, sin dudas, la más larga de su existencia.
—Prepárate, papá. A las ocho y media, cuando vaya para el cuartel, te llevo al dentista para que te la saque ¡y santo remedio! —le propuso Edgar, su único hijo, que era guardia desde hacía años.
—Te dije que no me la voy a sacar. Solo me molesta de noche, pero de día se me quita. Si cada vez que tengo un dolor me saco la pieza, ya no me quedaría ni un diente.
—Es tu decisión, entonces. Sigue tomando calmantes. Vamos a esperar que cuando esta tarde yo regrese, el dolor haya desaparecido completamente.
Se fue Edgar. Al llegar a las seis de la tarde encontró a su padre bastante compungido, y de inmediato lo abordó:
—Ah, te sigue doliendo, ¿verdad? Y a esta hora ya debe estar cerrado el consultorio.
—Ya te dije que no voy a ir donde el dentista ese. Estuve masticando perejil y haciendo unos enjuagues de clavos dulces que me recomendaron. ¡Ya verás cómo se me quita!
Desgraciadamente, a medida que pasaban las horas el malestar era cada vez mayor. Casi a media noche, el anciano ya no aguantaba más.
—Llévame, Edgar. No soporto un minuto más este dolor.
El hijo miró el reloj, y dijo:
—¡Pero a esta hora no es verdad que ese hombre se va a levantar para sacarte la muela!
No valió ningún argumento. Hubo que llevarlo hasta la casa del doctor. Tocaron el timbre con insistencia hasta despertar al profesional, quien abrió la puerta con evidente disgusto.
—Perdone la molestia, doctor. —le dijo Edgar, con temor—. Es para ver si nos hace el favor de sacarle una muela a papá , que no soporta el dolor.
—El día entero en el consultorio y no van. La gente espera que uno ya esté dormido para venir a molestar. Eso no es justo. —dijo entre dientes el dentista.
Don Próspero vio su rostro soñoliento y malhumorado, y lo abordó con energía para convencerlo que lo tenía que hacer, aunque no quisiera. Empezó por decirle:
—Oiga, doctorcito. Tengo dos días con un este dolor y ya no aguanto más…
Miró a Edgar por el rabillo del ojo, y solo entonces se percató de que no traía puesto su uniforme de guardia.
Aun así, reunió fuerzas para terminar la frase:
—¡Me saca la jodida muela de inmediato, o mi hijo se lo lleva preso, ¡CARAJO!
Alberto Vasquez
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