Vivo en un pobre barrio
rodeado de barrios pobres.
Protegido de la opulencia
que aplasta en sus bordes.
Vivo amurallado
entre estrechos pasajes
y veredas diminutas.


Recibimos los días
con manos abiertas y vacías,
porque el tener en abundancia
nos encadena a la vida.
A la herrumbre de la arrogancia,
y a la falta de empatía.


Doctrina del esfuerzo
para fundir grilletes y eslabones.
Y hermosos versos
para conducir pasiones.


Me despierto los domingos
a metros de terrosos caminos,
con un fuerte olor a hierba
saliendo de la casa del vecino.
Una que otra cerveza tirada
y muchas cajas de vino.


Busco el consuelo
en iglesias de pobres.
Sostenidas entre muros
de maderas y de lamentos,
lejanos de Israel
perdidas en el tiempo.


Busco el consuelo
entre cantos de alabanzas
y pastores que se enriquecen
vendiendo sus esperanzas.
Traficando lamentos
mezclándolos
con algo de alimento.


Pastores perversos
que inquietan el rebaño.
Resaltan las marcas
de la pobreza,
las tallan por los años.
Ovejas de suave rostro
bebiendo del forzado caño.


Doctrina del esfuerzo
para fundir grilletes y eslabones.
Y hermosos versos
para conducir pasiones.


Sin embargo, tengo
una estúpida sonrisa
que se escapa de noche
y a veces también de día.
Tengo una olvidada
sensación de alegría
por haber encontrado
el tesoro que no brilla.


Supongo que la abundancia
refuerza el hilo de plata
que nos une a la existencia.
Nos llena la cabeza
de torpes pensamientos.
Esclaviza el alma,
y le quita el aliento.
Y ahora sí que siento
mis labios que quieren
seguir sonriendo.