EL HUEVO
Iba yo llegando a mi casa cuando en el suelo, cerca del cantero de un árbol y próximo al cordón de la vereda vi un huevo duro. Estaba allí límpido, impecable como si alguien recién lo hubiera depositado. No sé por qué me llamó la atención, tal vez por lo extraño de ver tirado algo de comida, tal vez por la blancura resplandeciente del mismo. Supuse que a alguien se le desprendió de su vianda, probablemente al subir a un coche o no sé por cuál otra circunstancia se encontraba en ese lugar.
Lo levanté pensando en principio que no era correcto que algo que se podía comer estuviera tirado hasta que alguien lo pisara o sin querer lo pateara, poniendo fin a su existencia. Lo levanté, lo observé y sí, no cabía la menor duda, era un huevo duro, blanco, limpio, sin ninguna mácula.
Me invadió un deseo medio incontrolable de morderlo, a pesar de que no tenía hambre, comencé a clavarle los dientes y me lo fui comiendo hasta llegar a casa. Sentí en la boca ese sabor suave e inconfundible y su consistencia pastosa que poco a poco se fue diluyendo con la saliva.
Una vez en mi departamento varias ideas encontradas se me cruzaron, ¿por qué me había tentado de comer algo que estaba tirado en el suelo? Con el riesgo de que estuviera contaminado de alguna forma, tal vez en la suciedad del piso se le podría haber introducido algún microbio, o algún tipo de veneno, o producto químico, o que sé yo.
Lo cierto es que había disfrutado de él con una gula irreconocible en mí. Me atacó también un sentimiento de culpa pensando que bien podría haber sido el sustento de algún hambriento que pasara por el lugar. Traté de excusarme de que era poco probable de que eso ocurriera, tendría que haber sido una casualidad como la que me ocurrió a mí.
Comenzó luego a invadirme el pánico ¿y si ese alimento estaba realmente contaminado? Finalmente me intoxicaría, corrí prestamente al baño y me metí los dedos en la boca con la intención de provocarme un vómito, cosa que no logré (en realidad nunca lo había logrado). Pensé luego: lo que no sale por arriba tiene que salir por abajo, así que desesperadamente busqué en el cajón donde guardo mis remedios algo que me sirviera como laxante. Encontré un frasco de “Agarol” y me lo tomé entero.
Al día siguiente conseguí la deposición esperada en estas circunstancias, pero no encontré ninguna evidencia de que hubiera eliminado el alimento de mi preocupación.
Cuando con el correr de las horas me di cuenta de que nada me había pasado, otro tipo de ideas comenzaron a cruzarse por mi cabeza. Entrando en un terreno más profundo, me puse a pensar ¿qué era un huevo? Me respondí que era una célula que una vez fecundada se convierte en cigota y con un tiempo de incubación termina siendo vida, vida de un animal tan perfecto como todo lo que la naturaleza hace. ¿Y qué hice yo, sino comerme una potencial vida? Esta idea me llenó de culpa, pero sólo por un momento. Me libré de ella pensando que después de todo para el resto de la gente no es más que un alimento del que yo en innumerables oportunidades me he servido sin hacerme ningún planteo, que por otra parte siempre habría porque se producen de una manera prácticamente industrial. O sea que la vida de estos animalitos estaría siempre asegurada.
Profundizando más, arriesgué otra conjetura: ¿cuántos millones de espermatozoides mueren para que uno sólo llegue a fecundar al óvulo humano y la especie nunca se termina? Esto terminó de tranquilizarme hasta que otra idea ocupó su lugar.
Esta vez fue un pensamiento más esotérico, que me llevó luego a una serie de conductas ajenas a mi manera de ser.
Así entonces ¿si ese huevo hubiera sido puesto en mi camino por un ente superior, por un dios, por un ser supremo para provocar mi tentación, como el fruto prohibido del paraíso y que me haría caer en un nuevo libre albedrío?
Con esta idea fui a mi trabajo de oficinista. Sintiéndome dueño de mis propias decisiones encaré para la oficina de mi jefe dispuesto a exigir el merecido aumento de sueldo que siempre se me negaba. Seguro de que mi nueva personalidad pulverizaría cualquier negativa que me opusiera. El “NO” de mi superior fue rotundo sin demasiadas explicaciones y con una invitación enérgica a que regresara a mi escritorio.
Mi primera prueba había fallado, pero no me resigné y seguí intentando.
Esta vez tratando de seducir a mi joven compañerita de trabajo, que se sentaba justo enfrente de mí y cuyas piernas cruzadas, bajo su diminuta minifalda, siempre me hicieron fantasear todo tipo de cosas. Me dediqué a mirarla por largo rato, sin bajar nunca la vista mientras ella tipeaba en su computadora. Estaba dispuesto a lograr con mi accionar, algún tipo de respuesta, Tal vez una mirada, una sonrisa, un guiño de ojo, pero nada de eso ocurrió. Luego de estar largo rato en esa posición de “suricata” ella finalmente levantó su cabeza un par de veces y al verme en esa posición me respondió con un “ ¿qué te pasa loco? ¿qué tengo monos en la cara?”, acto seguido se levantó y se fue a “cuchichear” con otra compañera, mirando ambas cada tanto hacia donde yo estaba e intercambiando risas.
Al salir a la calle tuve una discusión con un tipo por un lugar en la cola del colectivo y terminé con un golpe en la cara que me dejó el pómulo hinchado.
Más tarde, ya en mi departamento mientras ponía hielo para desinflamar la zona golpeada, llegué a la conclusión de que no había un nuevo libre albedrío, seguía siendo el pusilánime de siempre.
Finalmente y a modo de consuelo se me ocurrió que tal vez el huevo que con tanta avidez comí sería una prueba divina que obraría de manera contraria a la manzana del paraíso y que lo que había logrado era una nueva vida llena de sabiduría y de inmortalidad. Esto duró sólo hasta el momento en que los gases acumulados en mi estómago me produjeron un fuerte dolor que se vio aliviado cuando pude expeler dos estruendosos pedos. Ahí recién pude darme cuenta de que nada había cambiado en mi vida, que seguía siendo igual a cualquier mortal, que nada nuevo había sucedido.
¡ AL FINAL NO ERA MÁS QUE UN SIMPLE HUEVO!
FIN
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